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De oro y púrpura, altaneras,
Estandartes y pendones, oriflamas y banderas,
En sus cúpulas flotaban;
Y las brisas lisonjeras á su paso arrebataban
De los altos, grises muros,
Los perfumes que exhalaban,
Los perfumes misteriosos, suaves, alados y puros.

Con asombro, los viajeros,
Que aquel valle recorrían,
A través de dos ventanas luminosas percibían
Muchedumbre de ligeros espíritus que giraban
De un laúd á los acordes, armoniosos, placenteros,
Y en redor se balanceaban
De un adusto regio trono,
Donde el gran Porphyrogénito, abrumado de grandeza,
Reclinaba la cabeza, con magnífico abandono.

Y en la puerta del Palacio
De oro, perlas y rubíes,
De nácar y de topacio,
Se hundían como las ondas de la mar — en despacio —
Un tropel de Ecos sonoros,
De Ecos límpidos, vibrantes, que, en interminables coros
Dulces coros — ensalzaban con acento sobrehumano