Por si no ha caído por tu cuenta, campechano lector, mi primer libro de
TRADICIONES,
te diré someramente que en él hay una titulada /Predestinación!, cuyo argumento es la muerte á puñaladas que el actor Rafael Cebada dió á su querida la actriz María Moreno. El criminal sufrió garrote vil en la plaza Mayor de Lima el día 28 de enero de 1815, ayudándolo á bien morir un sacerdote de la Recolección de los descalzos, llamado el padre Espejo, el cual en su mocedad había sido también cómico é intimo amigo de Cebada. Esta es en síntesis i pobrecita tradición histórica, comprobada con documentos y con el testimonio de personas que intervinieron en el proceso ó presonciaron la ejecución.
Era costumbre de la época que asistiesen los dómines con sus escolares, siempre que se realizaba alguno de esos sangrientos episodios en que el verdugo Gruno de Oro ó su sucesor Puncho Sales estaba llamado á funcionar. El espectáculo era gratis, y nuestros antepasados creían conveniente y moralizador familiarizar con él á la infancia. Aquí vendrian de perilla cuatro floreos bien parladitos contra la pena de muerte; pero retráeme del propósito el recuerdo de que en nuestros días Victor Hugo y otros ingenios han escrito sobre el particular cosas muy cucas, y que sus catilinarias han sido sermón perdido, pues la sociedad continúa levantando cadalsos en nombre de la justicia y del derecho.
D. Bonifacio con más de ochenta muchachos, algunos de los cuales son hoy generales, senadores y magistrados de la República, fué de los primeros en colocarse desde las diez de la mañana bajo los arcos del Portal de Botoneros, próximos al patibulo, Cuando á la una del día aparecieron el verdugo Pancho Sales, negro de gigantesca estatura; la víctima arrogante, mocetón de treinta años, y el auxiliador padre Espejo, empezó D. Bonifacio á arengar á sus discípulos, & guisa do los grandes capitanes en el campo de batalla.
—¡Muchachos! Mirense en ese espejo—les gritaba.
Y los obedientes chicos, imaginándose que el dómine se refería al pa dre Espojo, se volvían ojos para contemplar al seráfico sacerdote, diciéndose: «¿Qué tendrá de nuevo su reverencia para que nos lo recomiende el maestro?» —Muchachos! continuaba el preceptor.—Vean adónde nos conducen las muchachas bonitas con sus caras pecadoras.
Y á tiempo que Cebada exhalaba el último aliento y que se daba por terminada la fiesta, recordó que el látigo no se había desayunado aquella mañana, y terciándose la capa añadió: