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Ricardo Palma

IIUn año después no había sitio ni para una paja en la iglesia de Santo Domingo del Cuzco, tanta era la gente congregada allí una mañana. No sólo el pueblo, atraído por la curiosidad, sino lo más granado del vecindario concurría á los funerales del nobilísimo conde.

Las paredes del templo estaban cubiertas por cortinas de terciopelo negro con franjas y lagrimillas de plata. En medio de la nave y rodeado de cirios estaba el ataúd donde yacía el magnate, amortajado con el hábi to de los caballeros de Santiago, calzada espuela de oro y guantelete de hierro.

Multitud de plañideras esperaban en el atrio la salida del cortejo fúnebre para gimotear, accidentarse y lucir las demás habilidades de su oficio, Habían sido bien pagadas para esto y querían ganar en conciencia la pitanza Pero en el momento en que los sacerdotes despedían el cadáver y el oficiante hacía uso de la caldereta y del hisopo, rociando al difunto con agua bendita, estalló gran tumulto y la gente empezó á correr en todas direcciones.

El ataúd quedó abandonado.

Un perro rabioso había entrado en el templo, y lanzándose sobre el cadáver lo destrozó horriblemente.

El pueblo vió en este suceso una manifestación de la justicia divina, que castigaba así al que sobre la tierra no supo perdonar.

Desde entonces hay en el Cuzco una casa á la que llaman la casa del conde condenado.