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Ricardo Palma

caemos en el monasterio; que, pillándolas de sorpresa, no tendrán tiempo para tapujos, y sabremos si es verdad que en los claustros hay más lujo y disipación que en el siglo. Yo informaré de lo que resulte á S. M. y su señoría al Padre Santo. Conque lo dicho, ilustrísimo señor, y hasta mañana, que se hace tarde y están esas calles más obscuras que cavernas.

Al siguiente día, obispo, provisor y corregidor llegaron al monasterio y pidieron entrada á la portera. Ésta dió aviso á la abadesa, la cual mandó preguntar á su ilustrísima si traía licencia por escrito del provincial de San Francisco, única autoridad en quien reconocía derecho de penetrar en los claustros de Santa Clara.

La descortés conducta de la abadesa y sus agridulces palabras mortificaron al obispo, quien, revistiéndose de energía, dijo á la portera: —Hermana, bajo de santa obediencia la intimo que abra esa puerta.

La portera, que no era de las muy leídas y escribidas, se atortoló ante la actitud del diocesano y descorrió el cerrojo.

Cuando las monjas advirtieron que el enemigo estaba dentro de la fortaleza, corrieron á esconderse dentro de las celdas; acción que, haldas en cinta, imitaron las seglares.

Fastidiados los visitantes de estar mirando paredes sin encontrar persona con quien entenderse, pues la atribulada portera no atinaba á responder en concierto, decidieron retirarse para excogitar extra—claustro el medio de no dejar impune el desacato á las autoridades civil y eclesiástica.

La noticia de la rebelión de las monjitas contra su obispo voló en el acto de boca en boca, y la mitad del vecindario tomó partido por ellas, acusande de arbitrarios al diocesano y al corregidor; pues alma viviente, calzas ó enaguas, no podía quebrantar la clausura sin consentimiento del provincial de San Francisco.

Pocos días después los hijos de Asís, constituídos en tribunal, del que formó también parte fray Juan de Zárate, prior de los dominicos, mandaron fijar en la puerta de sus iglesias un cartel ó auto de entredicho, declarando excomulgados al obispo y provisor, así como á D. Juan de Losada el corregidor.

Aquellos eran los tiempos en que las excomuniones y censuras andaban bobas, pues todo títere de sayal ó sotana se creía autorizado para formularlas.

Verdad es que los trujillanos no dieron importancia al cartel, pues continuaron acatando los mandatos del corregidor y disputándose las bendiciones episcopales.

Esto prueba que tanto se había abusado de las excomuniones, que éstas empezaban á perder su prestigio y á nadie inquietaban.