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Tradiciones peruanas

como la despechada zorra que no alcanzó al racimo, contestaban los galanes desahuciados: «Si hasta la que no cojea, de vez en cuando falsca y pega unos tropezones....concertadme esas razones. » A pesar de todo, era mi señora doña Catalina una de las reinas de la moda; y no digo la reina, porque habitaba también en la ciudad doña Francisca Marmolejo, esposa de D. Pedro de Andrade, caballero del hábito de Santiago y de la casa y familia de los condes de Lemos.

Doña Francisca, aunque menos joven que doña Catalina y do opuesto tipo, pues era morena como Cristo nuestro bien, era igualmente hermosa y vestía con idéntica elegancia; porque á ambas las traían trajes y adornos, no desde París, pero sí desde Lima, que era entonces el cogollito del buen gusto.

Hija de un minero de Potosí, llevó al matrimonio una dote de medio millón de pesos ensayados, sin que faltara por eso quien tildara de roñoso al suegro, comparándolo con otros que, según el cronista Martínez Vela, daban dos ó tres milloncejos á cada muchacha al casarlas con hidalgos sin blanca, pero provistos de pergaminos; que la gran aspiración de mineros era comprar para sus hijas maridos titulados y del riñón de Asturias y Galicia, que eran los de nobleza más acuartelada.

El diablo, que en todo mete la cola, hizo que doña Francisca tuviera aviso de que su dichoso marido era uno de los infinitos que hacían la corte á la viuda, y el comején de los celos empezó á labrar en su corazón como polilla en pergamino. En guarda de la verdad y á fuer de honrado tradicionista, debo también consignar que doña Catalina encontraba en el de Andrade olor, no á palillo, que es perfume de solteros, sino á papel quemado, y maldito el caso que hacía de sus requiebros.

Al principio la rivalidad entre las dos señoras no pasó de competir en lujo; pero constantes chismecillos de villorrio llegaron á producir completa ruptura de hostilidades. En ol estrado de doña Francisca se desollaba viva á la Catuja, y en el salón de doña Catalina trataban á la Puachu como á parche de tambor.

En esta condición de ánimos las encontró el Jueves Santo de 1616.

El monumento del templo de San Francisco estaba adornado con mucho primor, y allí se había congregado toda la primera sociedad de Chuquisaca, Por supuesto, que en el paso de la cena y en el del prendimiento figuraban el rubio Judas, con un ají en la boca, y los sayones de renegrido rostro.