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Ricardo Palma

traído de España es de última moda, ha querido darles la preferencia.

Los comerciantes hicieron, como es de práctica, la apología de sus artículos, garantizando bajo palabra de honor que ellos no daban gato por liebre, y añadiendo que el señor obispo no tendría que arrepentirse por la distinción con que los honraba.

—En primer lugar—continuó el secretario—necesitamos un cáliz de todo lujo para las fiestas solemnes. Su señoría no se para en precios, que no es ningún roñoso.

No es así, ilustrísimo señor?

—Chí, cheñó contestó el obispo.

Los catalanes sacaron á lucir cálices de primoroso trabajo artístico.

Tras los cálices vinieron cruces y pectorales de brillantes, cadena de oro, anillos, alhajas para la Virgen de no sé qué advocación y regalos para las monjitas de Huamanga. La factura subió á quince mil duros mal contados.

Cada prenda que escogían los familiares la enseñaban á su superior, preguntándole: —Le gusta á su señoría ilustrísima?

—Chi, cheñó contestaba el obispo.

Pues al coche.

Y el pajecito cargaba con la alhaja, á la vez que uno de los catalanes apuntaba el precio en un papel.

Llegado el momento del pago, dijo el secretario: —Iremos por las talegas al palacio arzobispal, que es donde está alojado su señoría, y él nos esperará aquí. Cuestión de quince minutos. ¿No le parece á su señoría ilustrísima?

—Chi, cheñó respondió el obispo.

Quedando en rehenes tan caracterizado personaje, los comerciantes no tuvieron ni asomo de desconfianza, amén que aquellos no eran estos tiempos de bancos y papel—manteca en que quince mil duros no hacen peso en el bolsillo.

Marchados los familiares, pensaron los comerciantes en el desayuno, y acaso por llenar fórmula de etiqueta dijo uno de ellos: —Nos hará su señoría ilustrísima el honor de acompañarnos á almorzar?

—Chí, cheñó, Los catalanes enviaron á las volandas al fámulo por algunos platos extraordinarios, y sacaron sus dos mejores botellas de vino para agasajar al príncipe de la Iglesia, que no sólo les dejaba fuerte ganancia en la compra de alhajas, sino que les aseguraba algunos centenares de indulgencias valederas en el otro mundo.