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Tradiciones peruanas

Inmediatamente Cantillana le dió garrote, y dejándole con la cuerda al cuello, arrojó el cuerpo al río.

Presumo que el verdugo sería novicio en la carrera; porque el ajusticiado, á quien arrastraba la corriente, volvió en sí, y haciendo un esfuerzo desesperado, so arrancó la soga del pescuezo y logró pisar la orilla.

Deparole su buena estrella que á pocos pasos estuviese la casa de Diego de Zúñiga el Tulaverino, quien no sólo alborgó y atendió á la curación del resucitado, sino que le alcanzó la gracia de Carbajal.

—¡Ese hombre no tiene precio! — exclamó maravillado Carbajal.—¡No le matan balas, no lo daña el garrote, no lo sofoca la cuerda ni lo ahoga el agua! Perdonado está, y digale vuesa merced que lo tomo á mi servicio; pero que, si lo pillo más tarde en una felonía, ya sabré encontrar forma de que muera á la de veras.

Juan Morales se avino muy gozoso al cambio de casaca, y fué á Carbajal y sentó plaza en la compañía del capitán Castañeda.

Entre los prisioneros que Carbajal había dado de alta en sus filas, contábanse cuarenta de los de la Entrada, que se concertaron en Chuquisaca con algunos de los cabildantes para asesinar al maestre de campo el día de San Miguel; empresa que habrían llevado á buen término, si dos horas antes de la convenida no hubiera sido denunciada por un soldado.

D. Francisco no se anduvo con pies de plomo para desbaratar el plan, y echóse á hacer prisioneros. Por el momento, muchos de los conjurados lograron fugarse; pero los pocos que cayeron fueron, sin más fórmula, sentenciados á muerte, dándoseles una hora de plazo para prepararse á cristiano fin.

Pocos minutos faltaban para que expirase el término, cuando entró en la tienda de Carbajal el padre Márquez, dominico á quien el maestre estimaba en mucho, acompañado de una mozuela de buenos bigotes, conocida por Mariquita la Culebra.

—Señor, por amor de Dios, que vuesa merced me oiga—dijo el fraile.

Hable su reverencia—contestó Carbajal.—Ya sabe vuesa merced—continuó el dominico—que Alonso Camargo es de la tierra del señor gobernador Gonzalo Pizarro y que es muy servidor de su casa. Por ende, esto de que ahora se le acusa, sin falta levantado es. Suplico á vuesa merced le perdone, que de casar ha con esta mujer, en lo cual vucsa terced hará buena obra y la sacará de pecado.

Carbajal se fijó entonces en la muchacha, la tomó la barbilla y la dijo sonriendo: —No eres mal bocado, grandísima pícara!

Yvolviéndose al intercesor, añadió con sorna: