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Tradiciones peruanas

horitas; que en disipándoseles la embriaguez, el que menos de ellos cs capaz de gobernar, no digo el Perú, sino medio mundo.» Á la llegada de Carbajal á América encontrábase D. Francisco Pizarro en serios aprietos. La sublevación de indios era general en el Perú; y si los españoles del Cuzco soportaban un tremendo sitio, no era menor el con flicto de los de Lima, que veían el cerro de San Cristóbal coronado por un ejército rebelde.

El virrey de Méjico, tan luego como tuvo noticia del peligro de sus compatriotas, dió á Francisco de Carbajal el mando de doscientos hombres aguerridos, y sin perder minuto lo envió en socorro de los conquistadores. Pero aunque Carbajal llegó al Perú cuando ya la tormenta había casi desaparecido, no por eso dejó de ser recompensado con profusión.

La liberalidad de Pizarro le conquistó para siempre el cariño de nuestro viejo capitán, que tenía el feo vicio de amar mucho el oro. Y tanto fué el afecto del capitán por el marqués, que puede decirse que sin él no habría sido vengada la muerte de Pizarro, en la batalla de Chupas, donde, como es sabido, sólo á la pericia militar de Carbajal se debió la victoria contra las entusiastas tropas de Almagro el Mozo.

Cuando vino el primer virrey Blasco Núñez á poner en ejecución las ordenanzas reales, Carbajal, que acababa de perder á su querida, vendió sus bienes en doce mil castellanos de oro, y se dispuso para regresar á España. Pero el hombre propone y Dios dispone.

Ni en el Callao ni en Nasca, Quilca y otros puertos de la costa, encontró D. Francisco navío listo para conducirlo á la península. Fué entonces cuando, en un arrebato de rabia, exclamó: «Pues que tierra y mar no consienten que en tal coyuntura pueda yo escapar de esta madriguera, juro y prometo que de aquí para siempre jamás, hasta que el mundo se acabe, ha de quedar en el Perú memoria de Francisco de Carbajal.» ¡Y vaya si dejó nombre: Basta leer al Palentino ó á cualquiera otro de los que sobre las guerras civiles de los conquistadores escribieron, para que se le ericen á uno los cabellos ante la sangre fría y el desparpajo con que Carbajal cortaba pescuezos, no diré á hombres de guerra, que al fin en ellos es merma del oficio el morir de mala muerte, sino hasta á frailes y mujeres.

Carbajal era una especie de ogro, un tipo legendario, un hombre enigma. En nuestra historia colonial no hay figura que más cautive la fantasía del poeta y del novelista. Grande y pequeño, generoso y mezquino, noble y villano, fué Carbajal una contradicción viviente. Con sentimientos religiosos que no eran los de su siglo, con una palabra en la que bullian el chiste travicso ó el sarcasmo del hombre descreído, con una crueldad que trae á la memoria los sanguinarios refinamientos de los