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Tradiciones peruanas

sus criadas echáronse á tan minuciosa rebusca, que llegaron á juntar hasta cuarenta y cinco granos de trigo.

Doña Inés hizo con ellos un almácigo en el jardinillo de su casa, y á poco brotaron las espigas y tras ollas el grano.

Cuatro años después el almácigo había dado origen á muchos trigales en las huertas de los alrededores de Lima, estableciéndose por Pizarro un molino, y amasándose pan para el vecindario, que lo pagaba á medio real de plata la libra.

Y de Lima pasó el cultivo del trigo á los fértiles valles de Arequipa y Jauja, y últimamente á Chile, donde hoy constituye un productivo ramo de comercio.

III

AGUSTINOS Y FRANCISCANOS

Entre los superiores de estos conventos existía por los años de 1608 personal desavenencia, que chismosos de oficio llegaron á convertir en profunda enemistad. Y como quien riñe con el rabadán riñe con su can, los frailes de ambas órdenes se creyeron obligados á negarse hasta el saludo, haciendo propios los agravios y quejas de sus respectivos superiores.

La cosa llegó á punto de que los porteros de ambos conventos recibieran orden de no permitir que pusiese pie dentro del claustro fraile alguno de comunidad contraria, y los cerveros andaban armados de gruesa tranca y muy decididos á romper crismas.

En vano el virrey y el arzobispo tomaron cartas en la querella, gastando saliva é influencia para restablecer la concordia. Tal maravilla vino á realizarla, después de muerto, San Francisco Solano.

Falleció este siervo de Dios el 14 de julio de 1610, y á su entierro en el templo de los padres seráficos concurrieron no sólo los personajes de la ciudad sino hasta el último plebeyo. No había en la vasta nave de la iglesia donde echar un grano de trigo.

Por supuesto que las comunidades, sin exceptuar la agustina, asistieron á la fúnebre ceremonia, y el virrey no quiso desperdiciar la oportunidad para poner término á la escandalosa inquina.

Con el pretexto de ir á besar la mortaja del difunto, levantóse su excelencia, invitando á los dos adversarios á que lo acompañasen. Arrodillados los tres delante del ataúd, dijo el marqués de Montesclaros: