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Ricardo Palma

EL SOMBRERO DEL PADRE ABREGÚ

Hace pocos años que semanalmente, en la tarde del sábado y en la mañana del lunes, veíase en el trayecto de San Pedro á la portada de Guadalupe un clérigo de la Congregación de San Felipe Neri, cabalgado en una mansísima mula y cubierta la cabeza con el clásico sombrero de teja. Era el eclesiástico un viejecito enclenque, tanto como la mula que lo sustentaba, y su cargo de capellán de la ermita del Barranco, á una milla del aristocrático Chorrillos, le imponía la obligación de ir á celebrar allí la misa dominical.

Hasta 1835 había el padre Abregú acostumbrado, como todos los sacerdotes cuando viajan, usar un jipijapa más ó menos guarapón; pero desde aquel año adoptó el sombrero de teja y la mula tísica para sus excursiones al Barranco. Imaginense ustedes la ridícula figura que haría el santo señor. El lápiz de Pancho Fierro, el espiritual caricaturista limeño, ha inmortalizado la vera efigies del padre filipense.

¿Pero por qué el virtuoso y respetado Abregú cabalgaba con sombrero de teja?

Van ustedes á saberlo.

I

Cuando el general Salaverry, allá por los años de 1835, se alzó con el santo y la limosna, pasó Lima por conflictos tales que hubo día en que se vió la capital como moro sin señor; y hasta un jefe de montoneros, el negro León, se posesionó del Palacio, se arrellanó en el sillón de los presidentes de la República y, aunque por día y medio, gobernó como cualquier mandarín de piel blanca. Es decir, que dió un puntapié á la Constitución y que hizo alcaldada y media.

Con la mascarilla de partidarios de una causa política, los bandidos ejecutaban mil fechorías y estaban esos caminos intransitables para la gente pacata y honrada. Agustín el Lurgo, Portocarrero el Corcovado y demás jefes de montoneros eran los hombres de la situación, como hoy se dice. Historias de robos, asesinatos y otros estropicios en despoblado eran la comidilla diaria de la conversación entre los vecinos de la capital,