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Tradiciones peruanas

Para las monjitas, desd. la abadesa á la refitolera, hubo tema no sé si de conversación ó de escán—talo. Sólo una callaba, sonreía y..... suspiraba.

III

La revolución de 1809 en Chuquisaca contra el presidente de la Audiencia García Pizarro, hizo al doctor Serrano, impertérrito realista, contraer el compromiso de casar á su hija Isabel con un acaudalado comerciante que lo amparara en los días de infortunio. En 1814 cumplió Isabel sus diez y siete primaveras, y fue esa la época escogida por el doctor Serrano para imponer á la niña su voluntad paterna; pero la joven, que presentía el advenimiento del romanticismo, se revelaba contra todo yugo ó tiranía. Además, era el novio hombre vulgar y prosaico, una especie de asno con herrajes de oro; y siendo la chica un tanto poética y sofadora, dicho está que, antes de avenirse á ser, no diré la media naranja dulce, pero ni el limón agrio de tal mastuerzo, haría mil y una barrabasadas. El padre era áspero de genio y muy montado á la antigua. El viejo se metió en sus calzones y la damisela en sus polleritas. «Ó te casas ó te enjaulo en un convento, dijo su merced. Al monjio me atengo, contestó con energía la doncella. Y no hubo más, Isabel fué al monasterio de las mónicas, y en 1820 se consumó el suicidio moral llamado monjio.

Como Isabel había profesado sin verdadera vocación por el claustro, como el ascetismo monacal no estaba encarnado en su espíritu, y como la regla de las mónicas en Chuquisaca no era muy rigurosa, nuestra monjita se economizaba mortificaciones, asimilando, en lo posible, la vida del convento á la lel siglo. Vestía hábito de seda y entre las anchas mangas de su túnica dejábase entrever la camisa de fina batista con encajes.

En su celda veíanse todos los refinamientos del lujo mundano, y el oro y la plata se ostentaban en cincelados pebeteros y artística vajilla, Dotada de una voz celestial, acompañábase en el clave, la vihuela ó el arpa, que era hábil música, cantando con suma gracia cancioncitas profanas en la tortulia que de vez en cuando la permitia dar la superiora, cautivada por el talento, la travesura y la belleza de Isabel. Esas tertulias eran verdaderas fiestas, en las que no escaseaban los manjares y las más exquisitas mistelas y refrescos.

Pocos días después de la fiesta del año nuevo, fiesta que había dejado huella profunda en el alma de la monja, se le acercó la demandadera del convento, seglar autorizada en ciertos monasterios de América para desempeñar las comisiones callejeras, y la guiñó un ojo como en señal de que algo muy reservado tenía que comunicaria. En efecto, en el primer momento propicio puso en manos de Isabel un billete. La hermana deman