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Ricardo Palma

A D. Raimundo no le cayó en gracia la petición, y cortésmente despidió al postulante, diciéndole que Margarita era aún muy niña para tomar marido; pues á pesar de sus diez y ocho mayos, todavía jugaba á las munecas.

Pero no era esta la verdadera madre del ternero. La negativa nacía de que D. Raimundo no quería ser suegro de un pobretón; y así hubo de decirlo en confianza á sus amigos, uno de los que fué con el chisme á don Honorato, que así se llamaba el tío aragonés. Este, que era más altivo que el Cid, trinó de rabia y dijo: —¿Cómo se entiende! ¡Desairar á mi sobrino! Muchos se darían con un canto en el pecho por emparentar con el muchacho, que no lo hay más gallardo en todo Lima ¡Habráse visto insolencia de la laya! Pero ¿adónde ha de ir conmigo ese colectorcillo de mala muerte?

Margarita, que se anticipaba á su siglo, pues era nerviosa como una damisela de hoy, gimoteó, y se arrancó el pelo, y tuvo pataleta, y si no amenazó con envenenarse fué porque todavía no se habían inventado los fósforos.

Margarita perdía colores y carnes, se desinejoraba á vista de ojos, hablaba de meterse monja, y no hacía nada en concierto. «ó de Luís ó de Dios gritaba cada vez que los nervios se le sublevaban, lo que acontecía una hora sí y otra también. Alarmóse el caballero santiagués, llamó físicos y curanderas, y todos declararon que la niña tiraba á tísica, y que la única melecina salvadora no se vendía en la botica.

Ó casarla con el varón de su gusto, ó encerrarla en el cajón con palma y corona. Tal fué el ultimátum médico.

D. Raimundo (al fin padre!), olvidándose de coger eapa y bastón, se encaminó como loco á casa de D. Honorato, y le dijo: —Vengo á que consienta usted en que mañana mismo se case su sobrino con Margarita, porque si no la muchacha se nos va por la posta.

—No puede ser—contestó con desabrimiento el tío.—Mi sobrino es un pobretón, y lo que usted debe buscar para su hija es un hombre que varee la plata.

El diálogo fué borrascoso. Mientras más rogaba D. Raimundo, más se subía el aragonés á la parra, y ya aquél iba á retirarse desahuciado cuando D. Luis, terciando en la cuestión, dijo: —Pero, tío, no es de cristianos que matemos á quien no tiene la culpa.

—Tú te das por satisfecho?

—De todo corazón, tío y señor.

—Pues bien, muchacho: consiento en darte gusto; pero con una condición, y es esta: D. Raimundo me ha de jurar ante la Hostia consagrada que no regalará un ochavo á su hija ni la dejani un real en la herencia.