Un año no pasara de la última noche de Las Heras en Lima. En cuanto San Martín llegara á esta ciudad se dirigió al antiguo palacio de O'Higgins y casa de correos, ansioso de cartas de su adorada hijita, único amor que restaba al que pasó de triunfo en triunfo, aclamado por los pueblos de medio continente.
— «Mi padre cruzaba al anochecer por la misma vereda, desconociéndole bajo la amplia capa española que le embozaba.» — Suponiendo San Martín intencional descortesía, sintió como un golpe interior, y saliendo al paso gritó:
— ¡Gregorio!!
— Don José... — contestó, reconociendo al punto la voz que tantas veces había tocado su oído, eco de voz de mando que ordenaba la victoria, y dando media vuelta se encontró en sus brazos, notando una lágrima que padre repetía haber visto por vez primera asomar á sus ojos, al oírle exclamar emocionado:
— General, usted es el único que me habló la verdad en el Perú. ¡Gracias! Dios se lo pague.
El gran capitán siguió caminito al ostracismo que voluntariamente se impuso, por no presenciar destrozamiento en luchas intestinas de tres naciones á cuya independencia cooperó, y el que sólo terminó con sus días, lejos de la patria, pero