ojos que nunca se bajaron, y tocando su espada, exclamó:
— Soy su jefe y me debe la verdad.
— Ni con la muerte — contestó — me arrancará una deslealtad. El general Las Heras no será jamás delator.
Pocos minutos después, aquellos amigos de tantos años, separáronse disgustados.
Guardadas respectivas distancias entre el genio de la guerra y el modesto hijo de Misiones, que un día triunfara sobre sus veteranos en Bailén, al final de sus respectivas jornadas reprodujéronse ingratitudes semejantes. Los mariscales de Napoleón, repetían: «Sin nuestra cooperación, sin haberle levantado sobre nuestros hombros para elevarse al trono, el Ogro seguida pequeño corzo de cinco pies. Cada uno de nosotros valemos tanto como él, y reunidos, más que él.»
Los generales de la independencia valían algo más que aquellas cabezas sobre las que pusiera Napoleón una corona, pues que no luchaban por encumbrar un ambicioso, sino por la emancipación de un mundo.