En la celebrada fábula de Pacubio ignoraba el rey quién de los dos era Orestes, y Pilades decía que él era, para morir en su lugar, y Orestes aseguraba muy de veras que era él, como asi era cierto. Aplaudían los espectadores, siendo fingido, y comentándolo el elocuente Cicerón, agrega: ¿Qué harían si fuese cierto?
¡Llorar!, como lo hicieron sencillos corazones emocionados por espectáculo semejante, pero real aquí. El corazón humano palpita por los mismos sentimientos generosos bajo toda latitud, y lágrimas sinceras fueron el mejor aplauso en esa doble abnegación.
Tan seguro quedaba Iramain de que su amigo no le dejaría colgado, como Neirot de que este su compadre dejaríase fusilar en su reemplazo. Vencido por tanta hidalguía, el enérgico jefe de la reserva en Santiago, á pesar de su omnímoda autoridad, no pudo contrariar la voluntad unánime de la noble población de esa capital.
El escéptico poeta inglés, desencantado de la amistad, exclamaba en sus postrimerías, al caer sobre aquella misma ribera del Ática: «¡Amigo! Ven, mi perro.» Pero por ese mismo tiempo. Castor y Pólux tuvieron sus mejores imitadores á través de la inmensidad y de los siglos en Neirot é Iramain, comprobando una vez más estos humildes gauchos, entre los algarrobales de la provincia quichua, que sobre todas las zonas el corazón humano late con igual nobleza.
¡Bendita, santa amistad, en época tan versátil, en que si bien todos desean tener un buen amigo, pocos, muy pocos son los que se deciden á serlo verdaderos!