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DOCTOR P. OBLIGADO

quien recién se le anunciaba la tremenda desgracia, el escapulario del Carmen, descolgándolo de la cabecera de la ancha cama de su buen compañero, para llevárselo como único consuelo en su pobreza.

Oyendo entre llantos y padrenuestros la voz de la mayorcita: «Tata Dios: salva á mi tatita,» al buen paisano, subiéndole el dolor que se liquida con los jugos del alma, dos lagrimones como garbanzos se le cayeron. Luego, reponiéndose un poco, dió vuelta y con disimulada entereza entró diciendo:

— Aquí estoy con ustedes; todavía soy vivo. ¡Vengan mis pedazos!

— ¡Jesús! ¡Mi Dios!—gritó la mujer al persignarse toda espantada.

Ánima bendita que anda penando creyó de pronto. «Lo habrán fusilado ya, y su sombra vagando alrededor de sus hijos viene á reconvenirme no haber corrido en su auxilio.» Acababan de darle la noticia que ya podian contarlo por muerto. Fuése poco á poco disipando el espanto de las criaturas por la impresión del aparecido, reconociendo la sonrisa cariñosa del viejo padre, que avanzaba abriendo los brazos, cual la gallina extiende sus alas para cobijar sus polluelos, y al sentarse sobre la cabeza de vaca, toda una ponchada de criaturas fué oprimida fuertemente, como pocas veces, sobre un corazón honrado.

Sentando sobre las rodillas á los más chicos:

— Vengo —dijo— á despedirme de todos y darles el adiós.

— Yo te ocultaré donde nadie pueda descubrirte —agregó la mujer creyendo que habría logrado escaparse y venía en fuga.

— No es eso, hija, sino que mañana debo llegar temprano al otro mundo. Lo único que sentía era no despedirme de ustedes, no verlos más. Como la última gracia nunca se niega al sentenciado, me han concedido esta; pero no puedo faltar una hora á la fijada, porque despacharían á mi buen amigo Ciriaco, y tan bueno como no suelen encontrarse dos en la vida, pues que su abnegación llega hasta exponerse á que le fusilen en mi reemplazo.

Amontonándose esposa, hermana, hijos, le estrechaban con efusión entre lágrimas y abrazos, rogando por todos los Santos se escondiera, que huyera bien lejos; después galoparían hasta el fin del mundo por juntársele.

— ¡Imposible! Mi palabra está empeñada. ¿No comprenden ustedes lo que es un amigo que se ofrece á morir por otro? ¿Cómo puedo traicionar la confianza de mi compadre, y la misma palabra del capellán que intercedió por este mi último gustazo de venir á verlos?

— Pero si no se han de animar á fusilar á ño Ciríaco, tan buenazo; no ha hecho nada para que lo maten —decía la viuda, ó casi viuda, ya de rebozo negro.