notables siguió desairada la de sus principales señoras, y á ésta la de curas y cofradías, solicitando gracia por tan patriota y valiente soldado como Santiago Neirot.
Pero el inflexible jefe se mantenía en sus trece. La orden se había dado, y en capilla y confesado, con el práctico á bordo, el pobre reo haba petates para el viaje que no tiene vuelta.
— ¡Cómo ha de ser! —repetía.— Lo único que siento es no abrazar por última vez á la patrona y á mis pobres hijitos, pues aunque nadie tiene la vida comprada, no era así como yo debía acabar, sino de un metrallazo al enlazar algún cañón de los maturrangos. Este es el pago que da la patria. Dios ayude á la viuda. ¡Ay, no tener un amigo!....
Y en esto, interceptando la luz del miserable rancho, el corpanchón de un hombrazo más grande que una puerta asomó agachándose para entrar junto al reo.
Como en la conversación repitiera á éste lo antedicho, de que no sentía morir, pues que lo mismo era hoy que mañana para quien no ha hecho pacto con la pelada, sino el no poder ver á sus hijos, cuyo techo divisaba, contestóle el amigo, tan noble y abnegado como él:
— Por esto, no; para eso estamos los amigos, y se me ocurre una cosa. Dígale al padre que lo auxilia, proponga al coronel quede yo de personero hasta su vuelta, consintiendo ser fusilado en su lugar, caso de que usted no regrese á la hora. Si consiente, salte en mi caballo á cumplir su deseo, que ¡á qué diablos sirven los amigos sino para sacar de apuros en trances como éste!...
Sea que le impresionara tan extraña propuesta, ó que supo el caritativo franciscano tocar el corazón del jefe, ello es que una hora después se divisaba flotando el poncho del gaucho, á galope en dirección al rancho blanqueado, que á lo lejos aparecía como vislumbre de la última esperanza.
II
Era al caer la oración, en una tarde triste, cuando ya entre dos luces metió la cabeza un emponchado por la ventanita trasera, sorprendiendo cuadro de lástimas, ayes, llantos y gemidos que le partió el corazón, el mismo corazón que no tembló cuando leyeron su sentencia.
De rodillas ante una tosca imagen de San Santiago, entre dos velas amarillentas, cuyo pábilo ennegrecido humeaba, vio á su hermana con sus cuatro hijitos, rogando al Santo de su pueblo por la salvación del padre en capilla, mientras que en otro rincón más obscuro se ponía su mujer, á