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DOCTOR P. OBLIGADO

ropa (que los muy revenidos no tienen tiempo sino para quererse), donde aplicado y estudioso, obteniendo las mejores notas en sus exámenes, en el último año del pasado siglo, próximo estaba á salir de la Real Escuela de Marina con las más honrosas clasificaciones para seguir como cadete á la Armada española.

Cierto día nublado le llegó la infausta nueva del fallecimiento de su amado padre. Como las malas noticias nunca vienen solas, llegaba también la del voto fatal, con el que de un golpe quedara en doble orfandad. Entonces, sin vacilar, haciendo todo á un lado, libros, carrera, galones, porvenir y cuanto en el mundo tenia, decidió embarcarse, al descifrar las patitas de mosca de una su tía en lacónica posdata: «Si quieres abrazar á tu madre por última vez, apresúrate. Un doble voto unía á tus padres bajo solemne y mutua promesa, por el cual el superviviente profesaría en un convento.»

Por más que se apresuró el desconsolado Martín, en aquellos tiempos largo era el viaje. Pena infinita sintió sabiendo á su arribo que la madre querida hallábase enclaustrada ya de monja capuchina, bajo el nombre de Sor María Manuela de Jesús.

Desesperado y afligido, concentraba todas las facultades de su inteligencia en ingeniar algún medio de verla, cada vez que se alejaba del torno más tristemente acongojado, si por breves momentos llegaba á oir como eco de otro mundo la voz maternal. Tanto rondaba la manzana de San Juan, que las pisponas sanjuaninas de la vecindad empezaban á porfiar por cuál de ellas pasaba el buen mozo, cuando miraba al paredón, estudiando las costumbres de la casa, del convento y sus alrededores, y hasta los árboles, sin encontrar, no ya rama en que ahorcarse, sino gajo bastante resistente para saltar.

«Pobre porfiado saca mendrugo,» y después de mucho recapacitar, observando cuidadosamente los detalles del interior conventual, no faltó vecinita compasiva que le hiciera saber que el primer viernes de cada mes uno de los filántropos devotos mandaba traer de su estancia varias carradas de leña, que piadosos vecinos apilaban cerca de la cocina, introduciéndola por la puerta trasera de la huerta. Por otra de las donadas con olor á torno ó sacristía supo cuándo le tocaba el turno de semanera á la última novicia. Y con estos y otros detalles, que miradas de buen mozo enternecen corazones, de distrazado devoto se introdujo, acarreando leña. No tardó la ocasión en sospechar lo que buscaba al través de velo caído ó mal velada toca. Por descubrirse novicia en quehaceres tan fuera de sus costumbres, ó presentimiento que al corazón del que ama siempre conmueve, ello es que en algo la reconoció. Sospecharla y correr á ella fué