donde encontró su bienestar, perseguido por sus ciudadanos como irlandés católico, y por la desigualdad de las leyes de su país, como segundón.
Casó en ésta con doña Tiburcia López y Cárdenas, una de las más reales mozas de su tiempo, que lo fué el año de los tres sietes, primero del Virreinato, linajuda y hermosa por los cuatro costados.
Si el rubio hijo de Albión nació hablando inglés, sabía ella hablar francés, y con pronunciación ó timbre tan argentino como el de las peluconas de señor padre, cuando sus esclavos variaban la plata, al sacarlas de los zurrones y tirarlas con desprecio al montón donde se asoleaban, del que nunca faltó una. Tan real pareja hicieron, y tanto, pero tanto se querían, que otra espina no punzaba al inglés que la que otro fuera á poseer aquel saquito de virtudes y primores, floreciendo todo en una rama, como las sonrosadas mejillas de su Tiburcica.
Vino un hijo al mundo á coronar el amor de los dos atortolados. Pretendiendo el muy egoísta (por algo era inglés) que si la muerte rompiera el lazo, no otro Vulcano soldara la rota cadena, y para aliviarle en esa su ansiedad, un buen día, junto á la cuna del recién nacido, la cariñosa mujercita, quien sobre todo afecto tenía el de su muy amado, propuso otro segundo voto, como doble sello de amor y ternura.
— Te quiero tanto, pero tanto, tanto, tanto, mi buen Williancito, que si llego á perderte, yo no sé qué haré. Nos perderemos los dos. Si no pierdo la razón, caso que seas primero llamado á Dios, yo me llamo á claustro, para tenerte más cerca de mí á todas horas, que tu solo recuerdo me distraiga en la soledad y el silencio, rezando noche y día por tu bien. Te prometo y te juro que acto continuo entraré de monja.
— ¡Yes! To te rejuro que en idéntica situación, pedazo de mi alma, al desprendérseme la tuya, en un hilo mi media alma quedará como alma en pena, vagando por los claustros de San Francisco!....
Más de un caso semejante recordamos en nuestras tradiciones: del teniente coronel D. Juan Antonio Argerich, posteriormente cura de la Merced; del Sr. D. Francisco del Sar, tonsurado á sus sesenta abriles; del cura Mota, y otros muchos; pero pocas, muy pocas, que cambiaran sus tocas de viudedad por las de monjío, cumpliendo así tan mal probablemente como el primero el segundo juramento.
II
Mientras tanto, iba creciendo y alargándose Martinico, único vastago de ese par de atortolados, y á los diez años fué enviado á educarse en Eu-