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LEON TOLSTOI
 

su constitución lo exija, o para visitar a un pariente o amigo una vez por mes.

¿Por qué soporta esto el pueblo?

Es natural que, por el bien parecer, cada uno trate de mantener su posición; pero ¿por qué habría de permanecer la mayoría, consciente de la felicidad que confiere la riqueza, en voluntaria e irremediable sujeción a la minoría?

La primera está formada de gente fuerte, viva, diestra y laboriosa; sin embargo, un puñado de hombres y de mujeres débiles, decrépitos y no particularmente inteligentes, gobierna a esa mayoría látigo en mano.

Entremos en una de las grandes tiendas de cualquier gran ciudad. Hay millones allí en sedas y terciopelos, vestidos, encajes, piedras preciosas, zapatos, pieles, artículos de adorno, cosas fabricadas por hermanos y hermanas nuestras que han expuesto su salud y su felicidad hacerlas. Observemos a los clientes: a aquella mujer, por ejemplo, que acaba de llegar de trás de una yunta de elegantes caballos. Atraviesa la tienda como si esta fuera suya, y compra sedas por valor de 25.000 francos para renovar los muebles de su sala, muebles que, según todas las apariencias, están nuevos todavía, no tienen una mancha y son del mejor gusto.

Puedo aseguraros, hermanos, que esta mujer es de espí ritu estrecho, estúpida y nada bonita: no tiene hijos, ni nunca hizo nada para ser agradable a alguien en la vida. Sin embargo, todo el mundo, desde el portero hasta el vendedor y el socio—gerente, se inclinan ante ella con ridículas reverencias; estos hombres le ajustarían la cinta del zapato si ella así lo quisiese.

Veamos aquella otra dama, joven, bonita, inteligente. Está comprando su ajuar. Su dote matrimonial se eleva a 50.000 francos, dinero que su padre, un alto funcionario, substrajo del tesoro público. El tesoro adquiere sus fondos mediante los impuestos, y la imposibilidad de pagar impuestos hace que un gran número de campesinos deserten de la agricultura, aban-