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LEON TOLSTOI
 

canto está el robusto cochero, con su casaca de terciopelo, su camisa de mangas de seda azul, su gorro adornado de medallas y figuras de santos.

—No puedes ver por donde andas?—pregunta éste al aldeano cuyo carro ha estado a punto de llevarse por delante.

El látigo del bruto chasquea peligrosamente cerca de las orejas del pobre Iván. Este se desvia del camino con una mano y se saca la gorra con la otra.

Después del carruaje llega una partida de cidistas, dos jóvenes y una dama. Las campesinas echan a correr al verlos, santiguándose.

Del bosque próximo sale un noble, que monta un caballo inglés, y una mujer, en un árabe danzarín. El sombrero negro y el velo de esta mujer cuestan más de lo que gana el picapedrero en dos meses. El obrero pasa silbando de contento porque ha conseguido trabajo, trocaría con gusto sus salarios de un año entero por el precio del látigo del noble jinete. Pero esto no impide que admire las delicadas figuras de los caballos y de los caballeros, y las panzas gordas de las sabuesos importados que corren detrás de ellos.

Se detiene el carruaje, y salta de él el oficial.

—Mil gracias dice la más bonita de las dos niñas cuando el joven le entrega su perro de aguas favorito.—El pobrecito ha andado ya mucho... una carrera de dos millas lo mataría a mi pobre "Caro".


La pregunta se sugiere por sí misma: ¿Qué crimen han cometido los obreros, los campesinos y los picapedreros para merecer el terrible castigo que padecen? Y por otra parte: ¿Cuáles son los méritos particulares de las damas y de los caballeros que andan en carruaje o a caballo, para que disfruten de estos goces? Ninguno, que yo sepa.

Dirán ustedes que, al citar estos hechos, me refiero a una