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RUBÉN DARÍO

Legitimus, que ha pasado ya los años de la alegre juventud; no será, sobre todo, el estupendo Johnson, que desquijarró a Jeffries en Yanquilandia y cuyo retrato y «sonrisa de oro» han popularizado las ga- cetas. ¿Quién será, entonces, este negrito pintiparado que camina en se dandinant y dodelinant de la tête? A veces va solo; a veces con otros compañeros de color, pero que no tienen sus manifestaciones de holgura ni su cándido jipijapa; a veces, en compañía de una moza pizpireta del quartier, una de esas trabadas ca- lipigias que andan hoy por la moda en perpetua gym- kana.

Como no estamos en los Estados Unidos, la mu- chacha jovial que ama los oros no gradúa ni los re- lentes ni los inconvenientes de la mayor o menor cantidad de betún de su acompañante. Hay un hecho innegable por su apariencia: ese negrito es rico. Debe quizá poseer cañaverales en alguna Antilla; o bien su bien provista cantina en tal ciudad del Congo; o bien sencillamente será algún banquero, esto es, un negro tratante en blancas para Colón, para Jamaica o para Trinidad. ¡Vaya usted a saber! Mas lo que llama la atención es su suficiencia, su aplomo y un mirar y un sonreír donjuanescos... Niger sum sed formosus... Pasan los amarillos, casi siempre de dos en dos o de tres en tres, con o sin sus amiguitas res- pectivas. Un buen conocedor podría distinguir a los chinos de los japoneses. Parecidas son sus caras páli- das, sus ojos más o menos circunflejos, saltones o perdidos en una adiposidad o como insuflamiento de

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