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larmente hechas á los principales, teniendo entre sí muchas cosas, y palabras por de suma injuria y escarnio, dichas á hombres y mujeres, que se perdonaban

    derles malbaratadas sus propiedades aquellos mismos que debían velar por la seguridad de los vecinos, como son los individuos de la Guardia Civil. Acaso haya contribuído á extirpar poco a poco tan santa costumbre cierta tibieza, y aun diríamos cierta participación de los frailes en las cosas robadas, como se colige de la duda del P. Alonso de Castro: «Si era lícito á los Religiosos recibir para su sustento, y edificios de sus iglesias y conventos por vía de limosna, lo que les restituyen de materias de hurto…»
    He aquí algunas maneras cómo los antiguos Filipinos averigua- ban los hurtos:
    «Si constaba del delito, pero no del delincuente, siendo más de uno los indiciados… obligábanles primero á que cada uno pusiese en un montón, un lío de paño, hojas ó lo que quisiesen, en que podían encubrir lo hurtado, y si acabada esta diligencia se hallaba en el montón, cesaba el pleito». Esta práctica, que deja una puerta al arrepentimiento y salva el honor del arrepentido, no debió haberse perdido, sino, como hace observar un escritor anti-filipino, debieron haberla imitado los Europeos. Entre esta práctica de bárbaros y la civilizada que tenemos ahora de averiguar el hurto á fuerza de máquinas eléctricas, azotes, cepo, y otras torturas inquisitoriales, hay bastante distancia. Sin embargo, si el objeto no aparecía con esta primera tentativa, los antiguos Filipinos usaban de otro medio ya más perfecto y civilizado, por cuanto se parecía á los juicios de Dios y á las prácticas de la Edad Media. Los hacían sumergirse en el agua á un mismo tiempo «como quien corre parejas» cada uno con su asta de palo en la mano; «el que primero salía fuera era tenido por delincuente: y así muchos se quedaban ahogados por temor del castigo». (Colin pág. 70) Esto es, que preferían morir á ser tenidos por ladrones, pues por terrible que fuese el castigo, no lo sería más que el ahogarse á sí mismo, muerte difícil y que necesita una voluntad firme y decidida. Los antiguos Filipinos, al decir de otros historiadores, se guiaban en esto por el principio de que teniendo el culpable más miedo que los inocentes, el temor aceleraba las palpitaciones de su corazón, y fisiológicamenie la circulación de la sangre, y por consiguiente la respiración, que así se acorta. Fundado en el mismo principio de que el que está afectado se traga la saliva ó se le seca la boca, hacían también masticar arroz, escupirlo después, declarando por culpado á aquel que lo escupiese seco y mal masticado. Todo esto es ingenioso, pero puede suceder, y sucede, que un inocente y pundonoroso se afecte de tal manera al verse acusado, ó tema una casualidad, y con esto aparezca como culpable. Otras prácticas tenían además tan parecidas á las de la Edad Media, como el agua hirviendo y la candela, que las vamos á pasar en silencio. No hemos de olvidar, sin embargo, que en estos últimos tiempos estuvo en boga otro uso muy famoso. Había en Pulõ un viejo fraile, cura del pueblo, que tenía fama de adivino, y á éste le consultaban en los robos, hurtos, etc. El que escribe estas notas fué una vez, cuando niño, acompañando á una persona en semejante consulta, en 1873, y el fraile no sólo no disipó el error ó las sospe-