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que muy de ordinario vienen á emborracharse, sin que entre ellos este vicio sea deshonra, ni infamia.[1]

Las armas desta gente, en unas provincias, son arcos y flechas; pero, lo general en todas las islas, es lanzas con hierros bien hechos, medianas, y unas paveses de madera ligera, con sus manijas, fijas por la parte de dentro, que los cubren de la cabeza hasta los pies, que llaman carasas[2]; á la cinta, un puñal ancho cuatro dedos, la cuchilla con punta, de una tercia de largo, el puño de oro ó de marfil, abierto el pomo, con dos gavilanes ó orejas, sin otra guardia, llámanse Bararaos, y son de dos cortes, en vainas de madera, ó de cuerno de búfalo, curiosamente labradas[3]. Con estos, hieren de punta, y lo mas ordinario, con el corte. Tienen mucha diestreza, cuando van en alcance de su contrario, echándole mano al cabello, con la otra le cortan de un golpe la cabeza, con el Bararao, y llévansela; que despues las tienen colgadas en sus casas, donde las vean, de que hacen ostentacion, para ser tenidos por valientes, y vengativos de sus enemigos é injurias.

Despues que á los Españoles han visto usar sus armas, muchos dellos manijan los arcabuces y mosquetes muy diestramente; y antes, tenían versos de bronce y

  1. Hay en esto que confesar que el pueblo filipino se ha mejorado, gracias tal vez al estanco del vino. Hoy día apenas se ve uno que otro borracho en provincias, y en Manila sólo se dan al vicio los marinos extranjeros. Aquella borrachera, sin embargo, no era peligrosa, pues Colin dice: «Pero raras veces furiosos ni aun desatinados; antes conservando, después de tomados del vino, el debido respeto y miramiento. Sólo estan más alegres y conversables, y dicen algunas gracias. Pero es cosa sabida que ninguno de ellos saliendo del comvite, aunque sea á deshoras de la noche, no deja de acertar á su casa. Y si se ofrece comprar ó vender, y tocar y pesar oro ó plata, lo hacen con tanto tiento, que ni les tiembla la mano, ni yerran en el fiel» (lib. I, 61).
  2. Kalasag.
  3. Esta arma se ha perdido y de ella no queda ni el nombre. Prueba del atraso en que han caído los actuales Filipinos en sus industrias es la comparación de las armas que hoy día fabrican con las que nos describen los historiadores. Los puños de los talibones ni son de oro ni martil, ni sus vainas son de cuerno, ni están curiosamente labradas.