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ba destrozando con su recio pico los tallos tiernos de la planta. Verla i caer ámbos de bruoes sobre la yerba fué todo uno, Petaca, con los ojos encandilados, fijos en el ave, empezó a arrastrarse con el vientre en el suelo remolcando con la diestra penosamente el fusil. Apenas respiraba, poniendo toda su alma en aquel silencioso deslizamiento. A cuatro metros del árbol se detuvo í reuniendo todas sus exhaustas fuerzas, se echó, la escapeta a la cara. Pero, en el instante en que se aprestaba a tirar del gatillo Cañuela, que lo habia seguido sin que él se apercibiera, le gritó de improvíso con su vocesilla de clarín, aguda i penetrante:

— ¡Espera, que no está cargada, hombre!

La loica ajitó las alas i se perdió como una flecha en el horizante.

Petaca se alzó de un brinco, i precipitándose sobre el rubillo lo molió a golpes i mojicones. ¡Que bestia i qué bruto era! h a espantar la caza en el preciso instante en que iba a caer infaliblemente muerta. ¡Tan bien habia hecho la puntería!

I cuando Cañuela entre sollozos balbuceó:

— ¡Porque te dije que no estaba cargada...!

A lo cual el morenillo contestó iracundo, con los brazos en jarras, clavando en su primo los ojos llameantes de cólera:

— ¿Por qué no esperaste que saliese el tiro?

Cañúela cesó de sollozar, súbitamente, i enjugándose los ojos con el reves de la mano, miró a Petaca, embobado, con la boca abierta. ¡Cuán merecidos