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no devolvia el ataque, se marcaba una caída, siendo necesarias cinco para que se le declarase vencido.

Colocados los gallos encima de las tablas, la pelea se reanudó muchas veces. El Cenizo mas descansado llevaba sobre su contenedor una manifiesta ventaja, i todos sus esfuerzos tendían a arrancarle el ojo único que le quedaba. El Clavel, incapaz de mantenerse en pié, sólo contestaba a la furiosa saña de su enemigo con débiles picotazos. I cuando el vencedor se fatigaba cesando de hostigar a su contrario, se oia resonar acto continuo la voz breve e imperiosa del juez:

— ¡Careo!

I la escena de las tablas se repetia siempre la misma, con iguales detalles. De un lado el agotamiento absoluto, la pasividad, la inercia casi; i del otro la agresion encarnizada, sin tregua, ferocisima.

Los partidarios del Cenizo, gozosos, seguros ya del triunfo, no le escatimaban los aplausos, los consejos ni los vitores.

— ¡Apúntale bien!

— ¡Déjalo a oscuras!

— ¡Ciérrale el tragaluz!

— ¡Quiébrale la otra lámpara!

Miéntras los victoriosos daban rienda suelta a su alegría, los derrotados guardaban un silencio sombrío. Lo que mas les mortificaba, no era la pérdida de las apuestas sino las fanfarronadas proferidas al concentrase la riña, fanfarronadas que los contrarios