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cio. Los tumbadores sueltan las carretillas i se yerguen briosos. La tarea del dia ha terminado. De las distintas secciones anexas a la mina salen los obreros en confuso tropel. En su prisa por abandonar los talleres se chocan i se estrujan, mas no se levanta una voz de queja o de protesta: los rostros están radiantes.

Poco a poco el rumor de sus pasos sonoros se aleja i desvanece en la calzada sumida en las sombras. La mina ha quedado desierta.

Solo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el maquinista. Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela, permanece inmóvil en la semi-oscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea, cuando bruscamente la tension de sus nervios, se ha desplomádo en el banco como una masa inerte.

Un proceso lento de reintegracion al estado normal se opera en sn cerebro embotado. Recabra penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por doce horas de obsesion, de idea fija. El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de carne i hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre.

El enorme mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el movimiento, se enfrian produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina que se escapa por los poros del metal, para encender en las tinieblas que cubren el alto sitial de hierro, las fulguraciones trájicas de una aurora toda roja desde el orto hasta el cenit.