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molcador jemia como si fuera disgregarse. Yo veia al capitan revolverse en su sitio i adivinaba su infinita desesperacion al ver que todos sus esfuerzos no harian sino retardar por algunos minutos la catástrofe.

De improviso se alzó la escotilla de la máquina i asomo por el hueco la cabeza del maquinista. Una ráfaga le arrebató la gorra i arremolinó la nevada cabellera sobre su frente. Asido al pasamanos permaneció un instante inmóvil miéntras rasgaba las tinieblas un deslumbrador relámpago. Una ojeada le bastó para darse cuenta de la situacion i esforzando la voz por encima de aquella infernal baraúnda, gritó: —¡Capitan, nos vamos sobre el banco!

El capitan no contestó i si lo hizo su réplica no llegó a mis oídos. Trnscurrió así un minuto de espectucion que me pareció inacabable, minuto que el maquinista empleó sin duda en buscar un medio de evitar la inminencia del desastre. Pero el resultado de este exámen debió serle tan pavoroso que, a la luz de la linterna suspendida encima de su cabeza, vi que su rostro se demudaba i adquiria una espresion de indecible espanto al clavar sus ojos en el viejo camarada, a quien el conflicto entre su amor de padre í el deber imperioso de salvar la nave confiada a su honradez mantenía anonadado, loco de dolor junto a la rueda del gobernalle.

Pasaron algunos segundos: el maquinista avanzó algunos pasos agarrado a la barandilla i se puso a hablar, esforzando la voz, de una manera enérjica.