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xv. La señorita Detrimont.

Pudiera decirse de la señorita Detrimont lo que se dijo de aquellas santas hermanas: El enjugar el llanto Es en la tierra su única esperanza, 1 no quiere mas gloria Si los dolores mitigar alcanza.

A principios del año último, en el pueblo de San Remijio Bor- recourt, en Francia, una enfermedad epidémica con todos los saractéres del tifus, se habia declarado, sin saber como, en una essa que habitaba una pobre familia compuesta de once personas. En seis dias la abuela ¡ seis de sus nietos habian sucumbido. Un mes despues murió la madre; i otros dos de sus hijos le sobre- vivieron con siete a ocho dias de intérvalo, Jaime Vasselin> jefe de esta familia desgraciada, quedaba solo con cuatro hijos i todos cinco estaban atacados del mal que habia ya sacrificado seis viclimas a sus propios ojos.

Aterrados con tantas muertes i tan súbitas, i que tan rápida mentesse habian sucedido, los parientes, los amigos, los vecinos, mo osaban acercarse a Vasselin ia sus hijos: abandonados de todos, parecian los infelices condenados a padecer sin esperanza desocorro. «No queremos nosotros ir a buscar la muerte» era la respuesta de todos cuantos la autoridad local hablaba para que Mevasen algun alivio, i cuidasen de aquellos desgraciados. La señorita Celestina Detrimont habitaba en un pueblo vecino, e in- formada de tales sucesos por la voz pública, fué a ofrecerse al alcalde de San Remijio para dar a los restos de esta desdichada familia los socorros que de todas partes se le negaban. El alcalde acepta enternecido este ofrecimiento; pero cree de su deber uo ocultarle el peligro que va a correr. «Ya séa lo que me espon- go, respondió ella; pero no puedo dejar que perezcan einco in-