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302 MADAMÁA DE S6EVIBNÉ

San Agustín y del Don de la perseverancia : es un libro muy pequeño y que lo contlene todo. Veréis en él, desde luego, cómo los Papas y los Conc. _ y citen siempre á este Padre que llaman el Doctor de la Gracia : después las cartas de San Próspero y San Hilario, en que se hace mención de las dificultades de algunos sacerdotes de Marsella que dicen lo que vos decís; estos son llamados semtpelagienses (1). Yed lo que San Agus- tín responde á estas dos cartas y lo que repite cien veces. El undécimo capitulo del « Don de la perseverancia » cayó ayer en mis manos; leedle y leed todo el libro, que no es largo; es donde yo he contraído mis errores; no soy sola, esto me con- suela, y e verdad, estoy tentada de creer que ho se dispriea hoy sóbre esta materia ton tanto calor como con falta de jum- prenderse.

Yo sería m» y feliz en estos bosques, si tuviese una noja que cantase. ¡Ah, qué cosa tán bonita una hoja que danta, y qué triste la permanencia en un bosque, donde lss hojas no dicen palabra y en que la tomán los buhos. Sor una ingrata, esto no sucede más que por las noches, pero todas les mañanas olgó cantar mil pájaros. Vos no teuéi: en el silio en que estáis y no hacéis más qué observár cotey deciais el otro día de qué lado viene el viento. Vuéstra traza, debe ser una cosu muy bella; yo estoy allí 4 menudy con todos vosotros y mi imagi- nación sabe bien donde ha de encontraros en ese hermoso y grande principado. Me parece que mi hijo está en Fontainebleau sin estar en la Coríe. Se me dioa de varios sitios que está siempre en una gran casa donde parece que se encuentra bien, puesto que no sale de allí. Vos sabéis que no es así como sé hace la corte, se ridiculiza esta conducta muy fácilmente. Ya está el viaje d Flandos asegurado; si los delfines (los gendar- mes. ran allá, es un gasto que no se esperaba. El caballero me ha escrito una buena y atenta carta. He dado reparación

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(1) El concillo de Orange, celebrado en 839, condenó los errores de los semip-lagieuses. Éstos herrticos creian que el hombre podía por sus propias fuerzas merecer la fe y la primera gracia necesaria para la salvación.