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SESION DE 24 DE AGOSTO DE 1831

cion de cada uno, hai también defectos cuya trascendencia perniciosa sembró, no hace mucho tiempo, la desolación i el espanto por todo el pais. La ambigüedad de los artículos que disponen las operaciones de las Cámaras en el escrutinio de Presidente i Vice de la República, indujo a esos cuerpos en 829 a cometer las infracciones que pusieron en movimiento a los pueblos. De aquí resultó que el ejército nacional se dividiese en dos bandos: uno que sostenía el capricho de los infractores, i otro que defendía el respeto de la gran Carta. Ambos invocaban la Constitución a cañonazos en los llanos de Maipú, en Aconcagua, en Coquimbo i en el ensangrentado campo de Lircai.

De los defectos de esa lei, que dejó abierto el camino a los que se propusieron abusar de ella, salió esa chispa eléctrica que, en pocos dias, incendió todos los ánimos, e hizo de Chile el teatro de una guerra intestina. Se disolvió la unidad de la República chilena i un trozo de militares quiso sobreponer el poder de las armas al de la majestad popular. Tuvieron que someterse, al fin, al triunfo de ese valor que infunde la defensa de una justa causa, pero dejando amigos i elementos con que continuar el desorden. Al Ejecutivo correspondía destruirlos i aniquilarlos, i si lo ha conseguido, no ha sido por los medios que le proporciona la Constitución, sino por esa autoridad que se le dió para salvar las barreras en que se le ha encerrado con la limitación de facultades. Para restablecer el órden, ha sido necesario romper las trabas que la Constitución pone al ejercicio del principal poder, sometiéndole a observar estrictamente las lentas tramitaciones de los juicios contenciosos, en casos en que la precipitación puede considerarse como un deber.

Esa obligación que se impone al Ejecutivo de recurrir a los juzgados contenciosos, cuando es preciso cruzar las maquinaciones de los tumultuarios, al mismo tiempo que priva al Gobierno de la enerjía necesaria, fomenta la animosidad de los enemigos del órden ¡ provoca a los conspiradores. E¡s un absurdo poner la administración política bajo el yugo de las inconexas disposiciones del Código Civil, a la disposición de jueces encargados de asuntos estraños a los públicos, que no tienen una regla particular para proceder. El Ejecutivo puede entregarse a la indolencia, i cuando se le reconvenga por los males que ocasione con esa conducta, encontrará millones de disculpas dentro del pequeño ámbito de sus facultades.

Las funciones que la Constitución le encarga, mas son de ornato o de ceremonia que de inmediata utilidad común. Se le inviste pomposamente con todas aquellas atribuciones que no se le pueden negar sin contravenir a la rutina i que mui pocas veces hai necesidad de usarlas, i se le prohibe arrojar del paisa un perturbador secreto o encerrar a un conspirante astuto, ántes perjudicial que abundan en países nuevos, i que, si ahora han escaseado en Chile, es debido solo a esa autorización estraordinaria de que se ha hecho un uso tan digno, moderado i útil. No solamente entorpece la Constitución el ejercicio del Poder Supremo en aquellas operaciones que pertenecen esclusivamente a la persona del gobernante, sino también que hace ilusoria la responsabilidad con que debe cargar por la conducta de sus subalternos. El réjimen interior de los pueblos es una verdadera monstruosidad política; es la brecha formidable que no ha podido tapar la viva i armoniosa locuacidad del remitido, que le hará conocer la ineficacia de su larga defensa, i que le obligará a arriar el íluctuante pabellón de su débil fortaleza, cuando mas con los honores de la guerra.

La parte de una Constitución en que se establecen las reglas del gobierno interior no es tan poco interesante. Nada ménos se tiata en ella que de las funciones que están en el mas inmediato contacto con los intereses privados, i aquí es donde debe haber la víjilancia mas estricta, la disciplina mas severa i la dependencia mas bien organizada.

El Gobierno no puede ser administrado regularmente por una sola persona, i, para facilitarlo, naturalmente se ha dividido en el jeneral de toda la República que dirije el Presidente, en el de las provincias a cargo de los intendentes, en el de los pueblos al de los gobernadores locales i en el de otras subdivisiones encargadas a inspectores, subinspectores, etc. La unidad, el órden i armonía de esta escala de ajentes del Poder consisten en esa dependencia encadenada i sucesiva que, gradualmente, liga a todos con el jefe principal, en quien se ha depositado el todo de las confianzas, el todo de las fuerzas, el todo de las libertades!... todo el sagrado de los intereses públicos. Para responder de este depósito inapreciable es necesario que el encargado de él tenga la mayor satisfacción en todos sus subalternos, i ésta no puede conseguirse del modo que la Constitución ha prescrito sus nombramientos.

Ella obliga al Presidente de la República a constituir intendentes propuestos por las asambleas, a éstos a servirse de gobernadores nombrados por los Cabildos, que también tienen la facultad de proveerles de los demás subalternos. Si se hubiera intentado reglamentar la anarquía, nunca se habria podido presentar un proyecto mas adecuado, porque en ese hacinamiento de funcionarios semi-índependientes parece que no se ha hecho mas que establecer reglas de gobierno para no poder gobernar bien. Illius est tullere, cujus est condere se ha hecho máxima revolucionaria, i al abrigo de ella se pretende que el Presidente no puede destituir a un intendente déspota; se sostiene que éste no tiene jurisdicción ninguna sobre los gobernadores locales, ni éstos gozan de la menor autoridad sobre sus