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124 HUMBERTO SALVADOR

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leyenda decía que ésta fué formada por Dios, de una costilla del hombre. _

El cristianismo rodeó a la mujer de prejuicios, ofensas y res- tricciones, que solían enmascararse bajo la galantería. Les quitó independencia y libertad. Hasta ahora, la mujer no ha podido recuperar la situación que tuvo en el Imperio Romano. Desde que fracasó la idea del “pecado”, 'surgió la rehabilita- ción de la mujer.

He aquí la opinión de uno de los padres de la Iglesia, res- pecto de la mujer:

“La mujer — decía — representa la puerta del infierno, la madre de todo mal humano. Debería avergonzarse con sólo pensar que es mujer. Debería vivir en penitencia perpetua, a causa de las maldiciones que ha traído sobre el mundo. Debe- ría avergonzarse de su vestido, que recuerda su caída. Debería avergonzarse, especialmente, de su belleza, porque es el ins- trumento más poderoso del demonio.”

Un concilio del siglo VI prohibió a las mujeres recibir la eucaristía con las manos desnudas, en razón de su impureza.

El dios cristiano no amaba a la mujer. Pero ya, Binet San- gle, ha dicho: “Jesús, el dios cristiano, hablaba así, porque era un paranoido obsedico por la idea fija; no daba el signo de su divinidad porque no era un dios. La sublimidad de sus parábolas es oscuridad delirante; su transfiguración en el Ta- bor, su famosa teofania, es un fenómeno patológico; su sudor de sangre en Getsemaní se llama ““hematidrosis”” en psiquia- tría; su mutismo ante los jueces —de tan profunda signifi- cación según los teólogos—, es un síndrome provocado por la contracción casi absoluta de las neuronas de la corteza cere- bral”.

El cristianismo es una “paranoia organizada”.

Era natural que la ética cristiana produjera millones de ex- traviados sexuales. Así es como casi todos los semidioses o santos del cristianismo fueron casos de anormalidad.

La monja Blanbekin estuvo atormentada con la idea de que ella había sido la parte del Cuerpo de Jesús, arrebatada por la circuncisión. Santa Lidvina era sádica. Para adorar al “cor- dero del señor”, santa Verónica metió en su cama un corde- ro y le hizo mamar sus senos. Catalina de Génova sufría tan terribles deseos sexuales, que se tumbaba en el suelo gritando:

  • ““¡Amor, amor, ya no puedo más!” Estaba enamorada Cata-