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Naamán, hazlo ya, te digo... No, no escucho nada. Solo hay silencio, un terrible silencio. ¡Oh!, algo ha caído al suelo. Escuché que algo cayó. Tiene miedo, este esclavo. ¡Este esclavo es un cobarde! Envíen soldados. [Salomé mira al paje de Herodías y le habla.] Ven aquí. Tú eras amigo de aquel que murió, ¿verdad? Bueno, yo digo que aún no hay suficientes muertos. Ve con los soldados y ordénales que bajen y me traigan lo que pido, aquello que el Tetrarca me ha prometido, aquello que es mío. [El paje retrocede. Ella se vuelve hacia los soldados.] Aquí, soldados. Bajen a la cisterna y tráiganme la cabeza de ese hombre. Tetrarca, Tetrarca, ordénales a tus soldados que me traigan la cabeza de Jokanaan.
[Un enorme brazo negro, el brazo del verdugo, sale de la cisterna, trayendo en una bandeja de plata la cabeza de Jokanaan. Salomé la levanta. Herodes oculta su rostro en su túnica. Herodías sonríe y se abanica. Los nazarenos caen de rodillas y comienzan a rezar.]
¡Ah!, no me dejabas besar tu boca, Jokanaan. ¡Bueno! Ahora la besaré. La morderé con mis dientes como se muerde un fruto maduro. Sí, besaré tu boca, Jokanaan. Lo dije; ¿acaso no fue así? Lo dije. Ah! La besaré ahora... ¿Pero por qué no me miras, Jokanaan? Tus ojos que eran tan terribles, que estaban tan llenos de rabia y de desprecio, ahora están cerrados. ¿Por qué están cerrados? ¡Abre los ojos! ¡Levanta tus párpados, Jokanaan! ¿Por qué no quieres mirarme? ¿Acaso me temes, Jokanaan,

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