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años; pero ella no quiere intentarlo, ni aun con el razo- namiento; mira al porvenir, separa las ideas generosas de los hombres nefastos y desenloda ciertos principios del crimen en donde se ahogaba. Y aun espera. Su juicio sobre la Constitución inglesa es formal; cree que para siempre podríamos pasarnos en Francia sin ficciones, adoptando el restablecimiento de la aristocracia de nues- tros vecinos. Esta la concibe, no por el antagonismo y el equilibrio de los poderes, sino por el concurso en una misma dirección, aunque con grados de velocidad dife- rentes. En todas las ciencias —dice— se empieza por lo más complicado para llegar a lo más sencillo. En me- cánica se tenía el sistema de ruedas de Marly antes del uso de las bombas. “Sin querer hacer de una comparación una prueba, acaso —añade—, cuando hace cien años, en Inglaterra. la idea de libe: tad reapareció en el mundo, la organización combinada del Gobierno inglés era el más alto grado de perfección a que se puede llegar; pero hoy bases más sencillas pueden dar en Francia, después de la Revolución, resultados parecidos en muchas cosas y me- jores en otras”. Francia debe, pues, persistir, según ella, en esta gran experiencia cuyo desastre pasó y cuya es- peranza es venidera. “¡Dejadnos, dice a Europa, dejadnos en Francia, combatir, vencer, sufrir, morir en nuestras afecciones, en nuestras inclinaciones más queridas, rena- cer, quizá, en seguida, para el asombro y admiración del mundo!... ¿No sois felices de que una nación toda entera se haya colocado a la vanguardia de la especie humana para afrontar todos los prejuicios y para ensayar todos los principios?” María José Chenier hubiera debido acor- darse de la multitud de párrafos inspirados por el genio libre de estos años de esperanzas, mejor que prendarse, como hizo (Cuadro de la Literatura), de una palabra du- dosa escapada a propósito de Condorcet. Hacia el fin de la introducción, Madama de Staél vuelve a la influencia de pasiones individuales, a esta ciencia de felicidad mo-