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RETRATOS DE MUJERES 75

cía en el 93; pero las novelas que la siguieron no difieren de su tono y nunca están entristecidas por tintas melan- cólicas y fúnebres. Eugenio de Rothelin y Athenais son- ríen a la dicha, como si la Revolución no debiese llegar algunos años después. Excepto Eugenia y Matilde, las novelas de Madama de Souza pertenecen al siglo xvIrmr visto desde el Imperio. Las de Madama de Duras, al con- trario, pertenecen por completo a la Restauración, son el eco de una lucha aún no acabada, con las huellas de las catástrofes pretéritas. Uno de sus pensamientos más arrai- gados, era que, para los que sufrieron siendo jóvenes el terror, la bella edad había sido marchita, que no tuvieron juventud y que llevaron hasta la tumba su primera me- lancolía. Esta pena, que parece fechada en la época del Terror, pero que tuvo otras causas, que se trasmitió a todas las generaciones que vinieron más tarde, es el dolor de Delphine, de René. Madama de Duras la pinta con todos los matices, la persigue en todas sus fases y trata de cu- rarla con Dios. El uso que hace del convento y del cura la diferencia bien marcadamente de Madama de Souza, y hay entre las dos, como separación sobre este punto, una barre- ra que ha producido el movimiento religioso de El Genio del Cristianismo y Las Meditaciones. Para Madama de Duras, el convento es un verdadero claustro, rudo, austero, penitente; el cura es un verdadero confesor, y con o dice Ourika, un viejo marinero que conoce bien las tempesta- des del alma.

El analizar a Eduardo sería señal de mal gusto, y por eso no lo intentaremos. No se puede separar nada de tal tejido, ni hay permiso para bordarle admirándole. Si hay libros que los corazones ociosos y cultivados se complacen en leer una vez todos los años, y que quieren ver florecer en sus memorias como las lilas en la primavera, Eduardo es uno de ellos. Entre todas las escenas tan delicadamente descritas y encadenadas, la principal, la que más intensa emoción nos produce, es aquella de una tarde en Fave-