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RETRATOS DE MUJERES 511

cabellera de una muchacha morena—, Por diez francos la madre me vende todo esto—. ¿Cómo? —dije yo en portu- gués a la madre—, ¿vais a vender en diez francos el bello adorno de vuestra hija? Eso está mal. La ambición os tienta; pues bien, yo pago doble por no cortar nada; pero es preciso que cada semana vaya la niña a verme. Cada vez que vaya le daré una cantidad hasta que lleguemos a la suma—. ¿Quién fué tonto? Mi barbero, que sonrió ma- liciosamente, creyendo adivinar otro deseo en mí. La madre fué exacta, y cada vez que me presentaba la niña le daba yo la cantidad fijada. Cuando comprendió que mi interés era honrado, ya no acompañaba a la niña, sino que me la enviaba sola, y la muchacha, tímida, entraba, me miraba con sus ojos grandes y luego salía con las monedas en la mano. A fuerza de venir muchas veces, perdió el miedo, como un pájaro a quien el otoño ha privado de hojas y que tímidamente se aventura al borde de una ventana, cuando una muchachita le echa una miga de pan, vuelve todos los días, primero humilde y tembloroso, después más atrevido llega hasta llamar con el pico en el cristal, y por último, cuando febrero llega, y la ventana, en la que hay una maceta de lilas está entreabierta, vuela hacia su amiga picando tiernamente su dedo y sus cabe- llos como un alegre mensajero de la primavera y de la dicha.

Así María (este era el nombre de la muchacha) llegaba hasta mí sonriente, mostrándome sus cabellos. Podía ha- cerla más interesante si la pintase con color morisco, co- mo una gitana orgullosa de mirada sombría y -rente do- rada. Pero no, no era nada de esto, era bella como lo son las mujeres bellas bajo este clima, como lo es todo fruto hermoso que ha de abrirse al Sol, y hasta entonces había olvidado que la juventud pasa.

El interés delicado que una mirada extraña demostraba por los tesoros de su frente, despertó en ella una aurora naciente, se supo bella y fué agradecida. Para demostrar