494 CHRISTEL
Klopstock, algún poema de Mathisson, una literatura ale- mana ya un poco vieja, pero elevada y cordial siempre. Un libro entonces nuevo y que Hervé llevó, hizo las deli- cias de muchas horas, Las Meditaciones poéticas, y más de una vez leyendo estas elegías de un duelo tan melodioso, tuvo Hervé que detenerse emocionado, y como asido por un rayo de una ilusión dolorosa. Aquella arpa inmóvil en un ángulo del cuarto, atraía todas sus miradas y habría deseado que Christel tocase, pero la debilidad de la mu- chacha no lo habría permitido sin una extrema fatiga. Esperarían a la primavera y ella la saludaría con un cán- tico más gozoso después de tanto silencio. Tuvieron días de felicidad, sin demasiado prevenir. Hervé amaba a Christel. ¿La amaba con el verdadero - amor que no es ni agradecimiento, ni compasión, ni si- quiera apreciación honda, razonada y sentida de todos los méritos y de todas las graciss? Pues el amor en sí, no es nada de eso, y hasta en a.gunos momentos se pasaría bien sin todo ello. No me atrevo a afirmarlo rotundamente por lo que concierne a Hervé; pero la amaba con ternura, la quería más que a una hermana, y cierto es que desde el segundo día de esta intimidad pensó en delicados y leales proyectos. A medida que conoció mejor los orígenes de Madama M... previó menos obstáculos por parte de su familia. Muchas veces las proposiciones para el porvenir habían errado en sus labios, y sólo la timidez, este pudor de todo efecto sincero, había hecho sus palabras menos precisas que él lo hubiera deseado. Una tarde que habían hablado mucho de curación y de esperanza, que habían proyectado paseos a caballo en la próxima primavera, que se proponían ir a los dominios de Hervé, hacia un bosque poblado de árboles centenarios en el que habían vivido las hadas de su infancia, creyó él llegado el momento opor- tuno, y después de algunas palabras sobre su madre, a quien había hablado, decía de esta visita deseada: “Ya es tiempo de que conozca a quien ha de ser su hija”.
