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492 CHRISTEL

movimiento brusco hubiera advertido a su hija de que estaba descubierta, y por decirlo así esto habría sido aire para el incendio secreto que acaso permaneciendo ence- rrado se habría apagado. La prudente madre permaneció callada guardando sus pensamientos.

Por tercera vez volvió él y no había tampoco cartas. Insistió de nuevo siempre muy cortés, como un hombre a quien la inquietud extravía un poco y que no se cuida de disimularla. Ella, en medio de la habitación, de pie, más pálida que él, respondía con monosílabos, sin comprender apenas, hasta que de repente, se sintió desfallecer, quiso agarrarse a la verja y cayó desvanecida. La madre, que desde el principio no había dejado escapar nada, levantán- dose súbitamente del sillón en que los dolores la habían postrado; y tratando de levantar a su hija exclamaba con aleún extravío: ¡Oh, señor! ¡Mi querida hita, mi pobre hija! ¿Qué habéis hecho? Señor, ¿no adivináis? El mozo avanzó, franqueó la verja y entró por la primera. vez en el despacho. ¡Demasiado tarde!

Con frecuencia entre los sentimientos humanos que po- drian completarse y satisfacerse en una mutua dicha, hay por obstáculo... ¿qué? ni muralla, ni tabique, ni verja de hierro, sino una sencilla verja de madera entreabierta. ¡No se mira a través, no se adivina, se muere y se deja morir!

Christel se repuso lentamente y al abrir de nuevo los ojos vió a Hervé cerca de ella como si esperase su vuelta v contestó a su primera mirada con una sonrisa. Volvió los días siguientes, y ya no pedía más cartas pues no vinieron (al menos las escritas por la misma mano de antes).

Un singular, conmovedor y tácito concierto se esta- bleció entre los tres seres. Ninguna explicación fué pedi- da ni dada. La madre no habló a su hija del asunto. Hervé, atento y discreto, volvió y con ellas pasaba varias horas todas las tardes. Comenzaba a apreciar a aquellas dos personas tan nobles y tan distinguidas. La debilidad