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RETRATOS DE MUJERES 491

cón aquellas cartas odiosas y se juraba no volver a verlas ni a tocarlas. Si al menos hubiese podido salir, distraerse con la gente, bailar y aturdirse como la más frívola en el torbellino insensato, o, mejor, escaparse y correr por el bosque como una gacela, y buscar, si existe, el consuelo en los antros secretos del seno de la eterna naturaleza.

¡Dioses! ¡Cómo deseo sentarme a la sombra de los bosques!

Pero no, todavía no, su jaula la sujeta; es preciso que permanezca encerrada tras de aquella verja, cerca del len- to veneno que pasa por sus manos y la mata, convertida en instrumento dócil y mudo de su propio martirio. Lá- grimas de impotencia, de celos, de humillación y de ver- gúenza abrasan sus mejillas, y al caer dentro de su alma lo devastan todo, la vida, la esperanza, la frescura del bosque del recuerdo. Pero si él entra, si aparece en aquel momento haciendo la misma pregunta de todos los días, descubierto y estrictamente cortés, la vemos emocionada, su orgullo domado y convertido en humilde dolor, habien- do desaparecido todo lo demás.

Seis largos meses habían pasado desde la primera vi- sita cuando ¡legó mediados de octubre. Desde hacía algún tiempo las cartas eran menos frecuentes, y una o dos veces había ido el conde sin hallar nada. Le costaba trabajo el creerlo. La segunda vez, cuando ya se marchaba, volvió a entrar y rogó a la joven que buscase de nuevo. Lo hizo para satisfacerle, aunque sabía bien el resultado. Llevó el paquete entero de las cartas a la verja, y los dos inclinados y cada uno inquieto por distinta causa, lcían uno a uno todos los nombres. Sus cabezas se tocaba1. casi a través de los barrotes, pero ni aquel día se le ocurrió entrar en el despacho para buscar más cerca de ella, con ella.

¿La pobre madre dormitaba entonces? Permanecía si- lenciosa en 3u butaca y su corazón palpitaba tanto como el de su querida hija. ¿Qué hacer? Agravada su enfer- medad desde hacía algunos días, no podía levantarse. Un