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hemos visto en las viejas novelas que el paje mensajero del amor, con su gracia adolescente hace olvidar a la dana del castillo a aquél que le envía. Los brillantes embaja- dores de los reyes, cerca de las bellas prometidas que van a buscar a paíseslejanos, han gozado con frecuencia de las primicias de sus corazones. En este caso es una muchacha bonita la mensajera elegante, ardiente, conmovida, alar- mada, leyendo desde hace dos meses la muerte o la vida en sus miradas; y el mozo no ha visto nada. Bien es ver- dad que no se presenta sino con un vestido sencillo, sin otra flor que ella misma, detrás de los barrotes no dora- dos, en una habitación estrecha y casi obscura... mas ¿no la alumbra ella?

Christel tenía momentos terribles, humillados, amar- gos; la languidez y el ensueño del principio habían des- aparecido ya, el recuerdo de lo que ella era le hacía salir la sangre a las mejillas y se preguntaba por qué se de- voraba así. Hacía llamamiento en su estrechez, no a sus placeres antiguos, ni a sus graciosos amores de muchacha, ni a sus lecturas queridas (todo esto era insuficiente y desde hacía mucho tiempo perdido para ella) sino a senti- mientos más viriles y más hondos, a su culto a la patria. Se representaba a su padre, la bandera bajo la que había combatido, el duelo de la invasión; excitaba y provocaba en ella el orgullo herido de los vencidos, intentaba impli- car en la intimidad de sus represalias al joven y noble . mosquetero de 1814; pero, en vano: el resorte en su mano no obedecía, el amor que se complace en pelear las bande- ras se reía de las cóleras ficticias. El mismo Emperador, evocado en persona sentado en su roca, no podía nada. Quería ver desprecio por parte de Hervé, orgullo insolente y no su conducta, tratando de irritarse contra él, pero esto era peor, pues ese pretendido desdén se le clavaba más cruel en su corazón.

¿Cómo olvidar? ¿Cómo huir de ella misma y aislarse del incendio interior que la devoraba? Echaba en un rin-