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dir el amor), y llegó a olvidar las más dulces promesas escritas y hechas frente a frente y no solamente con la boca.

Aún no habían llegado a esto pero, sin embargo, ya se notaba cierta tardanza en las cartas. Hervé parecía adivinarlo no yendo al Correo, o yendo en vano.

Cuando la correspondencia iba bien, cuando los sellos de París traían un pensamiento (pues decididamente, por muy realista que se le quisiera hacer aquello no era un lis), cuando el correo tenía una respuesta de Hervé, Chris- tel era presa de una ansiedad cruel y le parecía que el correo que llevaba la carta le arrancaba a ella lo más tierno de su alma, la sola encantadora esperanza de su juventud.

Pero si las cartas de París tardaban, si venían más de una vez inútilmente, si cortés, discreto, silencioso siempre, limitándose a la indispensable pregunta había hecho trai- ción a su angustia con un movimiento impaciente de labios. Christel le compadecía y sufría por él y por ella a la vez. Pálida y temblorosa en su presencia, sin que él lo notase, le entregaba la carta retrasada a él pálido y tembloroso también por lo que temía o por lo que esperaba. Ella querría la carta dichosa y él la tenía dichosa, y su corazón se desgarraba si le veía sonreír al leer las primeras líneas, pero si él parecía triste al final ella se sentía más triste y desconsolada. (Cuando la carta era esperada muchos días la leía en el mismo despacho.)

¡Oh, si después, alguna muchacha labriega traía algu- na carta para un soldado dándosela avergonzada y enroje- ciendo hasta los ojos, ella también enrojecía y murmura- ba: ¡Como yo!

Hacia aquel tiempo, un muchacho hijo de un rico no- tario del lugar para quien Madama M. trajo una carta de recomendación, pero que luego no había cultivado, pareció desear entrar en casa de la dama y obtener el permiso para visitarla. La intención era evidente. Madama M.