RETRATOS DE MUJERES 479
brillado nunea en su rostro en los tiempos del ciego ardor. Había un pequeño cambio de papeles entre ellos, o, más bien, se habían dado mutuamente algo de lo suyo propio para llegar a la fusión verdadera y perfecta de su alma, Sin embargo, ella aún guardaba reserva. En los primeros días de primavera fueron a Sceaux por una semana, a aquella corte en la que figuraba lo más brillante de la sociedad. Después de una de las comidas, la conversación versó sobre la duración del amor. Fueron invocadas gran- des autoridades, entre ellas al Gran Condé entonces duque de Enghein, luchando con Voltaire y la señorita de Scu- dery, a M. le Duc, a la casa de Gouville en Saint-Maur, teniendo a la cabeza a Madama de Coulanges y Madama de La Fayette en sus mejores tiempos. Y como algunos se declararon partidarios del lustro, M. de Malezieu, el orácu- lo, y que había conocido a La Bruyere, citó de él esta frase: “En amor no hay apenas otra razón para no amarse más que la de haberse amado demasiado”. M. de Murcay y Madama de Pontivy se miraron y enrojecieron, pero per- manecieron callados con un mismo pensamiento más ver- dad que todos aquellos discursos. Se discutió hasta per- derse de vista y se mostraban generalmente conformes con la frase de La Bruyere, cuando Madama du Maine, di- rigiéndose a la señorita de Launay le preguntó: “Y vos, Launay ¿qué decís?” Y ésta, en un tono alegre le contes- tó: “Por lo que se refiere al amor y al corazón, yo no sé más que una máxima; lo contrario de lo que afirman es siempre posible”.
Un cuarto de hora después, M. de Murcay y Madama de Pontivy, que sentían la necesidad de verse a solas, se encontraron por un instinto secreto en un sitio oculto del jardín. Lágrimas repentinas brillaron en sus ojos y caye- ron el uno en los brazos del otro. Después de esta primera expansión y de repetirse confusas confesiones, M. de Mur- cay hizo observar a su amiga, que el banco en que se hallaban era igual a aquel en que se habían amado por