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RETRATOS DE MUJERES 475

gente, se podía hablar a M. le Duc, estos pensamientos flotantes se elevaban y aumentaban como vapores en el vacío en que ella se encontraba. No luchaba y se dejaba rodear por ellos, guardando sólo en su pecho el afecto profundo. “¡Oh, amigo mío! —le escribía— ¡qué mujer rica de amor y de llama ha muerto en mí! No creáis, mi muy querido amigo, que no pueda amaros más, vos sois siempre el ser necesario a mi existencia... ¡Mas vuestra Hermíone no es ya sino una triste Aricia! Amigo mío, he sufrido mucho”. Y él, sin dudar de ella, sin creer en la muerte del amor, no podía tampoco disimular un cambio esencial. Se decía que ella no le amaba antes más, que no le amaba de la misma manera que durante anteriores au- sencias, que algo se había calmado en ella en relación a él, y repitiéndose esto en una de las avenidas más som- brías en las que pasaba sus días, tocaba maquinalmente el tronco de cada árbol, aspiraba el suspiro de los vientos y sorprendía en su interior el deseo de perderse bien pronto en los Elíseos fúnebres.

La crisis era grave, este amor sin infidelidad, sin sos- pechas, sin accidente exterior, moría por sí solo y por su propia languidez. Sin embargo, en M. de Murcay, en quien el sentimiento había estado un poco eclipsado durante el reinado de llamas de la otra, volvía a brillar en su matiz dulce, y esta permanencia solitaria le era de una ternura inexplicable, cuyas quejas no llegaban sino imperfectas en sus cartas a Madama de Pontivy.

Había salido una mañana según su costumbre y entró en su avenida sombría aunque el tiempo fiese fresco ya y que el cielo estuviese cubierto por infinitas nubes pe- queñas. Cuando había marchado un poco observó por la primera vez que su árbol había tapizado el suelo con sus hojas amarillas: “¡Oh, no es el otoño, es el sol!, decía, es ese pobre arbusto de las islas que se despoja antes de tiempo”. Pero por la noche, cuando las nubes huyeron, y vió por encima de las colinas un horizonte transparente y