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472 MADAMA DE PONTIVY

que su preferencia adquiera su valor real. Cuando legis a Madama d+ Motteville o a Retz, que tanto os encantan, sentimos una gran dulzura al ver a nuestro amor tierna- mente unido en esa concordancia de nuestros juicios. En- contramos ciertas aberturas en el follaje, por ella podemos mirarnos y darnos la mano y permanecemos detrás de la risueña cortina.”

El le hablaba así, tratando de adornar y de introducir una parte de razón duradera en la pasión siempre viva, y entonces nada parecía faltar a su vida embellecida. Pero como la ilusión de una cierta perspectiva necesita encon- trarse en el amor cuando su reinado se prolonga, estos personajes, que de lejos nos parecen realizar un ideal de vida amorosa, envidiaban otros cuadros y otros grupos que les parecían vecindades más dichosas. Habrían que- rido vivir cerca de Ana de Austria antes de La Fronda, en la Corte de Madama Henriette durante su viaje a Fon- tainebleau, en los últimos y bellos años de Luis XIV, en los laberintos todavía iluminados de Versalles, entre Ma- dama de Maintenón y Madama de Montespán. En estos deseos estaban de acuerdo y a estos tiempos trasplantaban sin cesar su felicidad. Su novela estaba ahí, pues la novela no está en el día en que se vive, es el día siguiente de la gran juventud, y más tarde es la víspera y el pasado.

Ante los razonamientos amables de M. de Murcay, Ma- dama de Pontivy, encantada y sonriente, contestaba que eran ciertos, pero no quedaba completamente convencida. Volvía siempre a su idea; que la pasión lo es todo, y lo demás insignificante o secundario, o bien convenía en que los distingos de M. de Murcay eran perfectos y que debía ella ser más razonable y un poco menos tierna proponién- dose lo uno y lo otro, lo que él no entendía así. De ahí resultaban algunas pequeñas contradicciones y hasta en algún momento enfriamiento, y los furores pasionales se calmaban. Pero después de estos ligeros desacuerdos, se dejaban arrastrar de tal manera que acaso hubiera sido