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470 MADAMA DE PONTIVY

en los preámbulos de la pasión, se reposaba de buen grado entonces, y se perdía en las llamas de su amiga, como la estrella de la mañana en una magnífica aurora. Madama de Pontivy observaba esto y se quejaba tiernamente; pero bien pronto estas quejas eran apagadas con palabras se- renas y con deseos ardientes, y porque además su propio sol cubría todas las frialdades. Eran, pues, dichosos sin que el mundo lo sospechase ni los turbase. Nada de celos entre ellos, ninguna vanidad; ella, toda llama, él, todo cer- teza y quietud. La historia de los dichosos es corta. Así se pasaron varios años.

Llegó, sin embargo, el desacuerdo de la situación y de los caracteres. Madama de Pontivy no veía más que la pasión. Con tal de que esta pasión reinase un día, una hora, un instante, con una palabra o con una mirada, los sacrificios y las ausencias no la asustaban, pues la esti- maba de un valór único que no se podía pagar. M. de Murcay, que pensaba lo misrio, sufría por aquellas horas vacías o invadidas por pequeñeces. Talento libre e instruí- do, había acabado por rebelarse contra aquella fábrica de intrigas molinistas, cuyo hogar era la casa de Madama de Noyón. Otras veces había reído; pero desde entonces se irritaba, pues había de adorar a Madama de Pontivy en ese cuadro y separarla a ella, a su querido ídolo, como en medio de un arsenal o de una hornada teológica; ella no tenía más que una frase para demostrarle que exageraba un poco y que olvidaba que los du Deffand, los Caylus y los Pabére (sin contar a él mismo) aportaban a la monotonía de las Bulas y concilios alguna frescura. La sociedad a su gusto era aquella cuyos nombres ella citaba y aun la sociedad de Madama de Lambert y de M. de Fon- tenelle. Se había decidido por los modernos, y si hubiese sido preciso colocar a Madama de Pontivy en una o en otra orilla, habría preferido que lo fuese en esta última.

De cuando en cuando llegaba una carta del esposo tra- yendo un temor, y siendo como un punto negro en el