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RETRATOS DE MUJERES 469

fué, pues, como una utilidad convenida, y no respondo de que algunas mujeres hubiesen creído hacer un epigrama punzante, diciendo como Madama du Deffand: “Cuanto a Madama de Pontivy, se sabe que no piensa más que en el próximo ausente”.

La pasión, tal como puede estallar en un alma pode- rosa, iluminaba los días de Madama de Pontivy. ¡El amor, el mismo amor, el amor solo! Las mañas de la coquetería y sus defensas graciosamente irritantes, que tienen lugar a veces hasta en el verdadero amor, no existieron en ella. El alma sola le bastaba o al menos le parecía bastarle; pero cuando el amigo le demostraba su sufrimiento, no resistía, se entregaba entera a su deseo, no porque ella lo compartiese, sino, porque quería ver a quien amaba ple- namente dichoso. Después, cuando los obstáculos de la vida se redoblaban, lo que ocurría con frecuencia con tal de poderle ver. Fué divinamente dichosa cuando, aprove- chando una ausencia de Madama de Noyón, pudo pasar un día entero con él; pretextando ir al convento de la Visitación de Chaillot a ver una amiga de infancia. Con pasión deseaba días y noches como aquél. Y no era menos dichosa cuando le veía en una reunión, en medio de gente que impedía toda confianza, y la felicidad debida a la sola mirada y a la sola presencia del ser amado, la poseía teda entera. Hay venenos tan violentos que una sola gota mata como una dosis fuerte. Su amor, en sentido contrario, era uno de estos venenos. La violencia del filtro hacía nece- saria la medida. Vivía tanto en un cuarto de hora en su presencia muda, como en una eternidad compartida.

Monsieur de Murcay también era feliz, mas la dicha en cada uno tiene sus matices, y en él eran pálidos. A veces era presa de una tristeza que acaso aumentaba el encanto pero que disminuía la brillantez. Este era el aspecto habi- tual de su amor, y aunque en él nada faltaba, un cierto ardor deseable no era la corona: Este ingenio tan sutil, esta alma tan tierna, que había tenido todas sus ventajas