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468 MADAMA DE PONTIVY

cando con el dedo una carta que acababa de recibir y que estaba entreabierta sobre el banco. M. de Murcay enva- lentonado por esta señal, la tomó y la leyó mientras que ella guardaba silencio, y vió que M. de Pontivy le decía que en caso de destierro definitivo ella iría a unírsele a España, “¿Y qué? ¿Os marcháis?” —exclamó implorando más que interrogando—. “¡Oh, debería — contestó lloran- do—, debería, por él y por mí. Mi hija, es cierto, mi hija es un lazo, y por ella también debería marcharme..., y yo no puedo, no puedo!” Escondía su cabeza entre ambas manos, sollozando. El se acercó arrodillándose ante ella, y le cogió una mano con fuerza y con respeto: “¡Para siempre; marcháos, quedáos, tenéis mi vida!”

Madama de Noyón, que no tardó en volver, interrum- pió la escena. El sufrimiento de Madama de Pontivy se cambió por grados en un delicioso ensueño que a su vez desapareció en una alegría encantadora. M. de Murcay tenía una propiedad vecina de la de Madama de Noyón. Esta señora y su sobrina le fueron a ver durante toda una semana, y él pudo gozar a cada paso, en los jardines y en las praderas, del inefable compartir de un amante sensible que hace los honores de la hospitalidad a la que ama. En cuanto a ella, la sola idea de haber dormido bajo el mismo techo que él, bajo el techo de su amigo, era su mayor fiesta y la enternecía hasta hacerla llorar.

El invierno en París multiplicaba las ocasiones de ver- se, en casa de Madama de Noyón y en otras partes, y pudieron hacerlo sin chocar a nadie. Las asiduidades de Monsieur de Murcay, cuando fueron continuas, cambiaron poco la situación exterior de Madama de Pontivy. La más prudente discreción regulaba sus relaciones. Y además la gente que quisc hacer de Madama de Pontivy una heroína conyugal se mantuvo en su afirmación. Madama de Pon- tivy era acaso la sola en su género, y la gente, que tiene necesidad de personificar ciertos aspectos humanos, le otorgó éste, del que ninguna mujer estaba envidiosa. Esto