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440 MADAMA DE RÉMUSAT

Además, el Cónsul, que quería que se supiese por él lo que él ignoraba, encontraba en M. de Rémusat un tacto seguro, un conocimiento perfecto de las conveniencias y costumbres que había que establecer, todo lo que, en fin, en esta época, podía servir a esa parte importante y delicada. No se trataba de nada menos sino de resta- blecer la dignidad en las formas y en la cortesanía.

Tendría que decir demasiado, y diría siempre poco, si quisiese seguir a Madama de Rémusat en esta corte en donde se encontró lanzada a los veintidós años al salir de una existencia solitaria y moral. El entusiasmo agra- decido y abnegado, cuya necesidad sintió primero, sufrió muchos fracasos consecutivos para subsistir mucho tiempo. Ella misma pinta este decrecimiento gradual en sus Me- morias, que no me creo casi con el derecho a desflorar ?. Pronto encontraremos algurcs resultados de su experien- cia trazados bajo el velo ce una novela, y entonces po- dremos más fácilmente hacerlo resaltar.

Una particularidad esencial, y por decirlo así, histórica, queda por anotar: Madama de Rémusat fué una de las personas que durante estos primeros años habló más con el Cónsul. ¿A qué debió este favor? Ella misma lo deduce no sin burlarse un poco. Llegaba sencilla y franca, con costumbre de conversación fácil, al centro de esa sociedad de la etiqueta, en la que al principio, en general, se es tímido e ignorante. Admiraba a Bonaparte y aún no había aprendido a temerle. A las bruscas preguntas que le dirigía, en sus rápidos monólogos, las otras mujeres no

1 Ha hecho algo mejor. Admitida como Madama de Motteville a ver desde muy buen sitio esta comedia bella, había pensado en que no per- diesen ninguno de sus recuerdos, Escribió cada moche los sucesos, las Impresiones y los diálogos del día. Por desgracia, en 1815, durante los Cien Días algunas circunstancias que sin duda ella exagera, la hicieron temer por aquellos papeles tan llenos de nombres y de cosas: lo que es verídico es casi siempre terrible. Salió para dejarlos en seguridad en casa de un amigo, pero no habiéndole encontrado al regresar los echó a la chimenea. Una hora después eran los pesares. Sólo después de la publi- cación del manucristo de Madama de Staél sobre la Revolución Francesa, tuvo la idea de reunir de nuevo estos recuerdos,