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46 MADAMA DE SOUZA

día renaciese de nuestras costumbres nuevas algo análogo. La sociedad moderna, cuando esté un poco más asentada y desembrollada, deberá tener también su calma, sus rin- cones de frescura y de misterio, sus abrigos propicios a los sentimientos perfeccionados, algunos bosques un poco antiguos, algunas fuentes ignoradas. Permitirá, en su con- junto de apariencia uniforme, mil distinciones de pensa- mientos y muchas formas raras de existencia interior, sin lo cual estaría muy por bajo de la civilización precedente, y no satisfaría más que muy medianamente a toda una familia de almas.

En los momentos de marcha o de instalación incohe- rente y confusa, como lo son los tiempos presentes, es natu- ral que se vaya a lo más importante, que nos ocupemos de lo más grande de la maniobra aun en la misma literatura, y aunque prevalezca la costumbre de golpear fuerte, de apuntar muy alto y de gritar con trompetas y con porta- voz. Las gracias discretas vendrán a la larga, y con una fi- sonomía que será la apropiada para sus nuevas vecindades; quiero creerlo así; pero esperando lo mejor, seguramente que no será mañana cuando se formen sus sentimientos y su lenguaje. Entretanto, se nota la falta, y a veces se sufre por ella, y por eso se acoge uno en ciertas horas de fastidio a los perfumes del pasado. He aquí cómo la otra mañana volví a leer Eugenio de Rothelin, Adela de Sé- nange, y por qué hablo hoy de ellos.

Una muchacha que sale por la primera vez del conven- to, donde pasó toda su infancia; un bello lord elegante y sentimental, de los que se encontraban, en 1780, en París, que la halla en una situación un poco embarazosa y que le aparece como su salvador; un viejo marido, sensible, bueno, paternal, nunca ridículo, que se casa con la mu- chacha solamente para librarla de una madre egoísta y asegurarle un porvenir; todos los acaecimientos, los más sencillos de cada día entre estos tres seres que, por un concurso natural de circunstancias, no deben separarse