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MADAMA DE SOUZA

Un amigo, que, después de haber conocido mucho el mundo, del que está completamente retirado, y que juzga ahora de lejos, casi desde la orilla de este rápido torbellino en que nos agitamos, me escribía recientemente a propó- sito de mis opiniones sobre las obras contemporáneas: “Todo lo que usted dice de nuestros sublimes me interesa mucho. ¡Realmente, lo son! Lo que les falta es calma y frescura, algo como una pura y hermosa agua que refres- que nuestros palacios recalentados.” Esta calidad de fres- cura y de delicadeza, esta limpidez en la emoción, esta sobriedad en la palabra, esos matices dulces y reposados, al desaparecer casi por completo en todos los órdenes de la vida actual y de todas las obras imaginativos que se producen, llegan a ser tanto más preciosos cuanto más hacia atrás hay que mirar para encontrarlos, y así las obras en las que hallamos sus últimos reflejos. No tendríamos razón si creyésemos que es debilidad y pérdida de ingenio el lamentar la desaparición de estas bellas cualidades, de estas flores que, según parece, no han podido nacer más que en la última estación de una sóciedad hoy destruída. Las pinturas matizadas de que hablamos, suponen un gusto y una cultura de alma que la civilización democrática no podría abolir sin inconvenientes para ella misma, si un

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